lunes, 5 de junio de 2017

La patria es el otro

La patria es el otro porque la patria nunca es la patria sino que siempre puede ser otra. No es esencial ni cerrada ni definitiva. Es otra porque está siempre en tránsito, extrañada de sí misma, reinventándose, abierta a la presencia de los otros que la van transformando. La patria es el otro porque la patria nunca es la patria y nunca es el yo. Ni siquiera es un conjunto de yoes que intercambian mercancías, ya que la prioridad del yo es su autoafirmación a partir de la sujeción y disolución del otro. Se puede ser padre y hacer de los hijos propiedades, posesiones, objetos; pero se puede ser padre que da vida y en ese acto se desprende, se despoja, pierde. La patria siempre pierde. No da rédito ni conviene ni es exitosa, ya que no es para sí sino para el otro. Prioriza al otro en tanto otro: su necesidad, su carencia, su debilidad. Por eso, la patria es pérdida, gasto, vocación. No hay una economía de la patria. La patria es amor, pero no amor como expansión del yo que hace de todo lo que ama una cosa para engrandecerse, sino amor como interrupción de la lógica de la ganancia y entrega al otro que somos todos, porque la patria es el otro y la patria somos todos esos otros que en nuestras múltiples transformaciones hacemos de la patria algo abierto, diverso, múltiple. Incluso no hay una patria, ya que no es algo estático ni firme ni definitivo, ni siquiera “algo” en sentido estricto, ya que la patria es un ejercicio de recreación permanente; se recrea a sí misma todo el tiempo ya que no tiene una definición precisa, sino que crece en ese proceso de reinvención incesante que es la identidad como búsqueda y no como producto.
La patria es el otro porque no es precisa ni última ni verdadera. Es nuestra. Y ni siquiera. Es nuestra en esa paradoja identitaria entre lo propio y lo ajeno, entre lo que nos constituye y nos diferencia, entre lo propio y lo impropio. Entre. La patria es el otro porque la patria siempre es entre. Entre todos los que la hacemos que nunca somos todos porque siempre hay un resto que irrumpe y hace que esa totalidad se vuelva a abrir. Entre, porque nadie tiene la verdad definitiva, nadie tiene, sino que la patria circula entre nuestras diferencias, nos despoja. Es ese fluir que a todos contamina y a todos mixtura. La patria es el otro porque no es pura, ni neutra, ni formal, sino que es ese entrecruzarse ilimitado de nuestras singularidades. No es un crisol ni una fusión, sino una conversación infinita. Y si hay conversación, no hay monólogo. Y si no hay monólogo, no hay pensamiento único, sino palabras que construyen sentido sobre otras palabras previas, pero sobre todo abiertas a la imprevisible presencia de las voces no escuchadas que se redimen haciéndose oír, contaminando el lenguaje. La patria es ese otro que excede todo lenguaje, ya que todo lo que digamos de la patria, lo decimos; y por ello se confina en un lenguaje previo que muchas veces olvida, invisibiliza, opaca las pieles, los estómagos, las gargantas, los cuerpos. La patria incorpora, en ese sentido de la palabra incorporar que significa hacer cuerpo, porque la patria duele, se goza, se sufre, se disfruta y sobre todo exige anteponer. Es previa no porque repose en el pasado sino porque provoca el futuro. Por eso la patria es el otro, porque la ética antecede a cualquier definición, incluso de la ética. La patria es el otro porque el bien siempre es del otro, y el otro es siempre esa carencia que clama responsabilidad.
La patria es el otro porque excede toda institución, toda ideología, todo interés. Es desinteresada. No se mueve por otro objetivo que no sea el bien del otro. Por eso no es tanto un acuerdo o un pacto entre las partes, sino más bien un don, algo que se da sin buscar en ello un rédito, porque la carencia de cualquiera es mi obligación. Es la obligación de cualquiera. Cualquiera es la obligación de cualquiera. Cualquiera, dice Giorgio Agamben, es el sujeto de la comunidad que viene, que de sujeto no tiene nada, ya que es cualquiera. Importa como cualquiera. Somos antes que nada cualquiera invirtiendo así la connotación despreciativa del término en el sentido en que Simone Weil sostenía que lo más sagrado del ser humano es lo que tiene de impersonal, ya que en nombre de las diferentes formas de concebir a la persona se ejecutaron los peores procesos de despersonalización. La patria es el otro porque es la patria de cualquiera. La patria es el otro porque cualquier otro es siempre nuestra patria…

viernes, 27 de enero de 2017

La muerte, tecnología y cementerios

El vínculo del ser humano con la muerte es ontológico. Esto significa que no es algo exterior, algo de lo que podríamos prescindir y seguir siendo humanos. La muerte nos constituye. La estructura de nuestra existencia está dispuesta por el hecho ineluctable de la finitud, y que para colmo responde a un promedio medio de ciclo cumplido: nadie sabe exactamente cuándo va a morir, pero sabemos más o menos en qué tiempo. O como sostiene Heidegger, nuestra propia muerte es a la vez inminente (podríamos morirnos ya, ahora) y sin embargo cuando la pensamos, la concebimos siempre demasiado lejana (siempre creemos que falta mucho para morirse). O cómo se pregunta provocativamente Derrida, “¿es posible mi muerte?”, ya que en realidad, justo al morir todo deja de ser posible…
Lo extraño es que sabiendo que nacemos para morir, sin embargo no hacemos otra cosa que intentar trascender este hecho. Y sin embargo, hay una incomodidad de base, un sinsentido originario que tiñe todos nuestros actos: hagamos lo que hagamos igual nos vamos a morir y por eso huimos hacia la cotidianeidad para olvidar y sosegarnos. Tal vez gran parte de la cultura humana se explique en esta ambigüedad: así como buscamos negar la muerte, también buscamos sobrepasarnos a nosotros mismos.
Unamuno sostiene que la angustia primaria del ser humano se produce por la tensión entre una razón que por un lado entiende que la vida es finita y por otro lado el deseo de que la misma continúe infinitamente. Y ese deseo se ha vuelto motor del desarrollo de todos los intentos por exceder nuestros propios límites. Así, cada novedad tecnológica, cada transformación simbólica, cada revolución axiológica, cada nueva narrativa sobre el sentido de la vida, ¿no aspiran en última instancia a la inmortalidad?
Ahora bien, no es lo mismo la muerte, que siempre es de otro, que el propio morir, algo imposible de tener experiencia. Los cementerios y sus rituales son un modo de vincularnos con la muerte del otro, que es la única experiencia posible a tener con la muerte. En todo caso, uno supone que también va a ser enterrado, honrado y recordado (u olvidado). Los cementerios nos recuerdan tanto nuestra proveniencia como nuestro destino, y por eso generan la misma sensación ambigua de respeto y angustia.
Pero también los cementerios son hijos de su tiempo. La tecnología posibilita hoy convivir con imágenes y voces, que hacen de la experiencia de la ausencia una presencia. Es interesante analizar el impacto de omnipresencia de la muerte y la reconversión tanto del duelo como de la función activa de una memoria que ya no imagina sino reproduce. En realidad, en línea con el direccionamiento tecnológico futuro, tanto la robótica como la clonación irán modificando de raíz no solo nuestra relación con la muerte del otro sino con nuestro propio morir. Hasta que algún día se resuelva definitivamente la cuestión de la muerte: seguro que algún día dejaremos de morir, pero en ese mismo acto, dejaremos de ser humanos. Y mutaremos. Una vez más…

Texto publicado en el diario Clarín en Enero del 2017