viernes, 28 de octubre de 2016

La filosofía

Dice Derrida que la filosofía es una experiencia de lo imposible, no porque no sea posible, sino porque cuestiona los límites que delimitan aquello que es posible y aquello que ya no es ni siquiera un aquello, pero cuya imposibilidad define el marco de lo posible y de su necesidad de transgresión. Hacer filosofía es por eso ser cada vez más conciente del límite y al mismo tiempo del deseo de atravesarlo. La filosofía es ese deseo en estado de deseo, ya que cuando se traiciona a sí misma y pretende dar respuestas, no hace otra cosa que seguir corriendo el límite. Toda filosofía, en ese sentido, es profundamente religiosa, ya que descree de toda religión, dogma, absoluto. Lo religioso está en el incontenible deseo de la pregunta que frente a cualquier demarcación siempre quiere más. La filosofía es ese querer en estado puro, o como decía Platón, ese amor por el saber y nunca el saber mismo. Quiere seguir queriendo y por eso no tiene que ver ni con la paz, ni con la felicidad, ni con la seguridad. No hay amor seguro. Eso es economía o derecho, pero la filosofía como amor al saber es más amor que saber. O en todo caso es un amor que rompe todo contrato, acuerdo, ley. Todas figuras de un orden que se presenta como natural, normalizando una realidad que por infinita no puede tener centro, ni alambradas conceptuales, ni administración. No se puede administrar el deseo, o deja de ser deseo para ser aquello que creemos que es deseo y por ello suponemos que tiene resolución. Pero la filosofía no resuelve problemas, los crea. No formula preguntas para encontrar sus respuestas, sino que parte de las respuestas instituidas para desmontarlas con su batería de preguntas. En especial con su pregunta predilecta: ¿por qué? La pregunta infantil, la pregunta sin sentido. La pregunta por el por qué del por qué del por qué, y así al infinito para resquebrajar la idea de un orden de lo real, para resquebrajar. Es que las administraciones producen órdenes donde todo encaja con todo para que cada uno acepte su lugar en ese gran rompecabezas que es el cosmos, al que basta hurgar en su origen etimológico para comprender que de “cosmos” deriva cosmético, y por lo tanto el orden universal no es más que un nuevo revoque sobre viejos revoques para tapar lo intapable. Así, la filosofía se asume un saber inútil, no porque no sirva para nada, sino porque denuncia que todo tenga que servir para algo. Pero sobre todo, que todo tenga que servir para alguien. Y si es un saber inútil es un juego de niños, o de delirantes, o de mentes alteradas. Es una actividad improductiva: ¿a quién se le ocurre analizar lo obvio? ¿Para qué sirve? Y sin embargo con solo deconstruir el concepto de obviedad encontramos que la palabra “obvio” etimológicamente remite a las vías que se me colocan enfrente de modo tan cercano que nos imposibilitan vislumbrar que para cualquier camino, siempre hay otros caminos posibles. Obturados, deshechos, dejados de lado por inútiles, o lúdicos, o adolescentes. Pero para la filosofía nada es obvio. O al revés; entiende que donde más se presenta el sentido como obvio, más necesario es el cuestionamiento. Hacer filosofía cuando todo se derrumba es fácil. Lo difícil es hacer filosofía cuando todo funciona bien, ya que allí es donde se impone el interés de algunos en nombre de lo normal, de la verdad, de lo sano, de lo productivo, de lo rentable, de lo útil, de lo posible. Es en ese sentido que la filosofía es una experiencia de lo imposible, como en ese legendario emblema del Mayo Francés que nos instaba a ser realistas y pedir por lo imposible. Pedirle no al otro, sino pedir como quien se exige y se decide a cuestionarlo todo. Como Sócrates que comprendió finalmente que si no hay una verdad, su misión era desenmascarar a todos aquellos que se creen sus dueños. Por eso, la filosofía no puede sino ser una práctica política, ya que el poder logra sus victorias cuando demuestra que hay zonas donde no se hace política, que suelen coincidir con la cotidianeidad, con los vínculos, con lo doméstico. Es que de eso se trata: de la domesticación, esa forma silenciosa del poder que triunfa logrando que todos compartamos los mismos parámetros de lo que nos hace feliz, de lo que está bien o mal, de lo que por naturaleza las cosas tienen que ser. Nadie que haga filosofía va a ser entonces feliz, por lo menos en la forma en que se normaliza la idea de felicidad. Nadie que haga filosofía va a alcanzar la tranquilidad, por lo menos en su versión farmacológica. Nadie que haga filosofía va a llegar ningún lugar seguro, por lo menos si se trata de lugares definitivos. Es que no se trata de llegar sino de salir. Salir, para seguir saliendo…

Texto publicado en Tiempo Argentino en 2015

Fin de año

“Me desperté de pronto en medio de mi sueño, pero solo para tomar conciencia de que estaba soñando, y que necesitaba seguir soñando para no morir…”
(Nietzsche)


El final. Hay un único final, el resto es literatura. Hay un único final que no es éste, ni aquel, ni ninguno de los finales. Hay un único final que no es narrable; el resto son narraciones, relatos, cuentos, cuentas. Contar, ese provocativo verbo que disuelve la frontera entre lo cualitativo y lo cuantitativo, y nos exige insistir en la distinción entre lo conveniente y lo inconveniente, entre lo que rinde y lo que rindiéndose sin embargo triunfa. No se puede ganar siempre: esa es la clave del juego de los triunfos y las derrotas. O peor; esa es la clave para comprender que si hay un sentido, debería exceder el juego de los triunfos y las derrotas. Pero uno cuenta sus cuentos dando cuenta de lo contable, perdiendo así la dimensión silenciosa de los relatos. Esa dimensión que no cuenta, pero hace la diferencia: se extraña lo que se sabe que no cuenta. Toda nostalgia por los relatos se vuelve un nuevo relato. Toda nostalgia por lo contable reproduce la misma matriz de la que se pretende una diferencia. Y sin embargo, hay una nostalgia que no va para atrás. Ni para adelante. En realidad no va, sino desarma. Algo se desarmó. Algo que excede. Va más allá porque está más acá del más acá. Excede personas, instituciones, promesas. Algo se desarmó evidenciando que cualquier algo puede desarmarse. Tal vez esa nostalgia sin tiempo tenga que ver con esta conciencia del desarme. Es que sin armas, el poder se estrella en sus propias definiciones. Y al revés, poder contra poder, gana el poder. Pero al final no se trata de lo que se puede, de lo posible, sino de lo imposible. Por eso no es el final. Nunca es fin de año porque el único final posible es el final imposible. El verdadero final, que es único. El verdadero fin de año es el fin de los años, el fin de los cuentos, el fin de las cuentas. Mientras, hay un planeta que gira alrededor de una estrella y que no sabe de calendarios, ni de comienzos ni de finales. Nunca hay un final para lo que gira porque tampoco hubo un inicio. El planeta no sabe de cuentos, ni de cuentas. Solo gira, volviendo eternamente a realizar el mismo giro. Una piedra suelta en un universo de piedras sueltas, donde vaya a saber por qué se produjo algo que en su devenir evolutivo creó sentido. Un por qué tan imposible como imposible es que el sentido explique el final, o el inicio (que es lo mismo). Una piedra que en algún momento, creemos, explotará o implotará, y llegará el verdadero final, ese imposible. Y entre tanto, todo este resto de finales no son más que restos, o sea literatura. O sea, relatos que intentan explicar sentidos y que provocan cambios. O no. Pero por lo menos, provocan. El ser humano, ese animal que se narra a sí mismo. Y que provoca que el año tenga un sentido que exceda a la piedra girando alrededor de la estrella. Un sentido donde al final de cuentas, se pueda hacer un balance y contablemente definir: ¿hubo sentido o no hubo sentido? Pero que nunca pueda hacer estallar la pregunta y comprender que toda narración tiene sentido si se la reescribe todo el tiempo, si se mueve, e incluso si se niega a sí misma. Ahí reside el poder imposible: en provocarse a sí mismo e ir tan a fondo donde no hay fondo para desfondar todo sentido. Si el resto es literatura, se trata de hacer literatura de los restos. Un resto es lo que queda, aquello que a pesar de todo infructuoso intento aun permanece, en un vacío con más contenido que cualquier plenitud, en un silencio que desborda toda voz, en una fuerza que es más fuerte porque debilita toda fuerza. Los fuertes absolutizan los finales, y por ello absolutizan los inicios. Y creen que están cambiando el mundo. Incluso cuando sostienen con tanta fortaleza que el mundo ya no puede ser cambiado. Los fuertes celebran fin de año como si fuera el final, o el inicio (que es lo mismo). El resto es literatura. El resto no cambia el mundo: crea mundos. Muchos mundos, como tiene que ser el mundo: muchos y ninguno. Cuenta sabiendo que cada cuento cuenta en la medida en que no cuenta. Descuenta. Interrumpe la cuenta. Juega, sabiendo que todo es juego. Sueña, sabiendo que todo es sueño y que no se puede sino seguir soñando. Celebra fin de año sabiendo que no es el final. El resto no trata de personas, ni de instituciones, ni de promesas. Es un resto. Es la piedra que gira un año más, descontando los años que restan para ese final imposible. Solo gira, volviendo eternamente a realizar el mismo giro. Una piedra suelta en un universo de piedras sueltas…

Texto publicado en Tiempo Argentino en 2015

Miles de millones de soles

“Esta mañana, tras haber oído a un astrónomo hablar de miles de millones de soles, he renunciado a asearme: ¿para qué seguir lavándose?” (Emil Cioran)

Parece lo lógico que en un universo tan vasto y e inalcanzable en su totalidad, cualquier acción humana por comparación pierda sentido. ¿Para qué? ¿Para qué bañarse en la historia infinita del universo? Es la clásica pregunta que llevada a su extremo entiende que si todo al final tiene un final, nada tiene entonces sentido. ¿Para qué? Si igual se termina. ¿Qué sentido tendría algo finito frente a lo infinito? Lo finito que en su sumatoria de finitas finitudes ni por asomo comienza a acercarse a lo infinito, que si lo pensamos en serio como infinito resulta como mínimo impensable. El argumento es simple y contundente, pero conlleva una serie de supuestos: en primer lugar, supone que todo conocimiento debe aspirar al absoluto y que por ello un saber contingente no es un saber en sentido estricto. Segundo, supone que el ser humano posee una capacidad particular de alcanzar un saber universal; o peor, supone que cada ser humano de forma individual puede desde su mente, cerebro, alma, conciencia, o lo que sea, elaborar un pensamiento singular con la posibilidad formal de acceder a lo real en su plenitud. Tercero, supone que la mayoría de las acciones que realizamos en nuestra vida cotidiana –como asearse- se corresponden con algo parecido a un sentido equivalente a ese infinito del cual somos parte. Este supuesto es clave ya que de no ser así, podría estar sucediendo que todo lo que realizamos en la existencia no solo no tenga nada que ver con lo real, sino para peor, que estuviese radicalmente en contra. ¿Y si lavarse fuese un acto que en su realización estuviese destruyendo uno a uno los miles de millones de soles?
Tal vez toda la cultura no sea más que el intento permanente de encontrarle una solución a este dilema. La opción pesimista claramente es dejar de asearse. Dejarse. Frente a lo imposible, retraerse. Es el problema de los absolutos. Puestos como marcos posibles, hacen que cualquier acción resulte insuficiente. Los absolutos idealizan un mundo con un orden fijo frente al cual todo al final es nada: si el único amor verdadero es el eterno, ningún amor tiene sentido; si la única felicidad es la plenitud absoluta, ninguno de nuestros actos nos plenifica. La hipótesis del absoluto desestima toda realidad. La religión del absoluto nos empodera falsamente, como todo relato que frente a la contingencia de lo real nos alivia con destinos trascendentes, aunque inalcanzables.
Pero hay otras formas de pensar esta ecuación. ¿Y si fuera al revés? ¿Y si justamente porque hay miles de millones de soles, entonces lo único que tendría sentido fuese asearse? No porque tenga sentido en términos absolutos, sino justamente por todo lo contrario: frente a la imposibilidad del infinito, lo único posible es lo finito. Como igual todo es inalcanzable, entonces el todo se seculariza en las pequeñas acciones que en su tiempo efímero nos constituyen. ¿Y si el todo fuese cada una de las veces en que nos bañamos, caminamos, nos besamos? Es un todo que no tiene nada de todo, pero que frente a la imposibilidad del todo absoluto se vuelve un todo alcanzable, como quien dice: “esto es todo lo que lo que tengo”. Esta postura más optimista celebra lo efímero a través de una puesta entre paréntesis de nuestra aspiración al absoluto, redireccionando la pregunta por el sentido. Se trueca cierta impotencia por una voluntad de vivenciar el instante, aun sabiendo que los instantes en tanto instantes, no existen.

Política de la existencia: ¿cómo lidiar con el horizonte? Hubo un tiempo en que se creía que el horizonte se hallaba aquí cerca, pero el mismo impulso por alcanzarlo, lo fue corriendo hasta ubicarse a miles de millones de soles. Tal vez el horizonte sea siempre una proyección de nuestras carencias, casi como una figura fantasmal que opera paradójicamente impulsándonos más allá de lo que somos hacia lo que suponemos que deberíamos ser que no es otra cosa que lo que somos proyectado. O tal vez tenga razón Nietzsche cuando frente al anuncio de la muerte de Dios se preguntaba: “¿Pero cómo hemos podido bebernos el mar? ¿Quién nos prestó la esponja para borrar el horizonte?” Si así fuera, lo que se derrumbaría sería toda dicotomía: el pesimismo y el optimismo necesitan un punto fijo. Pero si no hay un parámetro absoluto, todo es siempre de otra manera. Ni nada tiene sentido, ni solo tiene sentido cada acto específico: podríamos decir parafraseando a Baudelaire que en cada efímero aseo, lo universal se presenta en lo singular. Lo efímero rompe la dicotomía porque todo es efímero. Ni deja de tener sentido asearse, ni se nos juega la vida en cada lavado. De hecho se supone que nos aseamos todos los días. Toda la vida.

Texto publicado en Tiempo Argentino en 2015

Comunidad

Un fantasma nos recorre desde siempre: el fantasma de la comunidad. ¿Qué es lo que nos une? ¿Quiénes somos los ya unidos en ese “nos” que busca saber qué tiene en común? ¿Qué es tener algo en común? ¿Ese algo es una cosa, una proveniencia, un destino, una ilusión, un mito, un relato? ¿Y ese alguien que tiene en común es un individuo, una persona, una función, un rol, un sujeto, un colectivo, un ser humano? Un fantasma es una zona de indefinición, de ambigüedad, de tránsito. Un fantasma es una provocación al terror, a la desapropiación, a la pérdida. Un fantasma, al mismo tiempo, es el temor a dejar de ser lo que se creía que se era y la convicción de que todo puede ser de otra manera, pero de otra radicalmente diferente manera. Un fantasma es una diferencia.
Solemos asociar el término comunidad a la idea de algo en común, y sin embargo la definición no deja de resultarnos incompleta. O tal vez la pregunta sea otra: ¿eso en común es previo o posterior? ¿Provenimos con algo en común o adscribimos a algo en común? Si fuera algo posterior, deberíamos admitir la existencia previa de una unidad cerrada llamada el individuo, o sea, aquello que no se puede dividir y que en sus capacidades se encuentra el hecho de ser sujeto de una serie de propiedades que puede poseer. Muchos individuos encuentran ciertas propiedades que los ponen en común con otros: una nacionalidad, una creencia, una tradición. O como dice Roberto Espósito, “tienen en común lo que les es propio, son propietarios de lo que les es común”, generando sin embargo de este modo una clara paradoja, ya que suponemos que “lo propio” y “lo común”, como mínimo, se oponen. Si es propio no es común, y si es común no es propio. Esta perspectiva sobre la comunidad la disuelve en ser entonces una mera articulación entre individuos que ponen lo propio en una serie de intercambios. Lo común es siempre secundario porque lo prioritario es aquello que subyace a toda propiedad: el yo. El individualismo es  también una metafísica.
Por otro lado, si lo común fuera algo previo, ¿sería algo? ¿O más bien sería el todo? La clásica distinción entre sociedad y comunidad se presenta aquí postulando la creación del individuo como un hecho histórico: somos una comunidad que antecede incluso a nuestra propia individualidad. O más a fondo; nuestra individualidad incluso se va constituyendo desde un todo que nos conforma de este modo, casi como sostenía Platón cuando afirmaba la homología entre las partes de la polis y las partes del alma. Hacen falta fantasmas imponentes: la patria, la religión, la etnia. Metafísicas en pugna que no dejan de presentarse en realidad como aquello de lo que se supone que se diferencian: ¿o no se trata en definitiva en cada caso de una individualidad extendida? ¿O no se comportan los grandes colectivismos como un yo  ampliado que encerrados sobre sí mismos se priorizan a sí mismos por sobre todas las cosas?
Al final de cuentas, unos se priorizan a sí mismos y otros se priorizan a sí mismos, pero siempre queda alguien soslayado: ¿quiénes son nuestros fantasmas? Espósito emprende una reformulación etimológica del concepto de comunidad buscando su derivación en la conjunción de la preposición “cum” y el término “munus”. Compartir el “munus”, concepto latino que remite al mismo tiempo a la idea de deber, de obligación, pero también de don: “es el don que se da porque se debe dar y no se puede no dar (…) Es la obligación que se ha contraído con el otro”. Tal vez la comunidad tenga menos que ver con lo común y más con la diferencia. Si la comunidad es siempre con los otros,  ¿no se vuelve lo común una forma de desotramiento? ¿No se podría repensar la idea de un vínculo que potencie más lo que nos diferencia a lo que nos une, entendiendo que siempre que hay unidad, hay una pérdida de la singularidad en pos de un elemento aglutinante? ¿Y que esa diferencia supone una carencia y por ello una necesidad? El otro es otro porque carece. Si no careciera, no sería el otro: sería alguien o sería parte.
El gran problema de toda comunidad siempre es de fundamento ya que la metafísica de turno imprime las reglas: el resto es un pacto de olvido con el origen. Ninguna comunidad histórica en este sentido aspira a lo comunitario, ya que más que abrirse a la diferencia, solo busca encerrarse. Y tal vez el dato más significativo sea que la primera comunidad biológica en la concepción de la vida supone una diferencia radical: cuánto más extraños sean entre sí la madre y el padre, más posibilidades tiene el hijo de ser.

Pero así como hay quien comparte el “munus”, hay quien se cree exento: el “in-mune”. Aquel que busca resguardar lo propio o lo común frente a lo que lo excede: lo impropio. Aquel que entiende no solo que no tiene la obligación de abrirse al otro, sino que al construir toda otredad como contaminación y contagio, solo piensa en erigir las murallas que lo exime de la carga para con los otros. De ese otro con el que convive en su propia comunidad. De esos fantasmas… 

Texto publicado en Tiempo Argentino en 2015

Paris


Tengo un problema con Dios. Siempre lo tuve. Tengo un problema con las formas en que el ser humano ha ido elaborando su representación de Dios. Tengo un problema con las representaciones. Algo falla. Algo se cae. Algo se traiciona. Tengo un problema con Dios porque Dios siempre me dio miedo. Dar miedo. O peor: darme miedo. ¿Quién me da miedo en el “me dio miedo”? ¿Un automiedo? ¿Quién es ese sujeto escondido allí que desde mi mismo me está/estoy dando miedo? El triunfo final del panóptico: sujetos sujetados. Y así criamos a los hijos, soportamos las penas o matamos al otro: en nombre de Dios. O de nuestra representación de Dios que no es más que una representación de nuestros deseos. O de nuestras miserias. En el nombre de Dios que además no tiene nombre. Ni ojos. Si tuviera ojos, podría darse el humano lujo de llorar. Pero si hasta en la ausencia de ojos concebimos a Dios como suprema presencia. O como sostiene Derridá, hicimos a los ojos el sentido de la vista antes que el sentido de las lágrimas. El ser humano es un animal que llora. De tanto ver. De tanto ver cuánto se hace en nombre de Dios. De un Dios que no tiene nombre. Y si no tiene nombre, no tiene delimitación. No podría tenerla para el monoteísmo, esa presunción humana, tan demasiada humana. Dice Nietzsche que cuando un Dios se creyó el único, el resto se murió de risa. Riendo murieron los dioses y con ella murió la risa. Y lo que quedó una vez más fue la violencia. Es único, invisible, total, pleno, omnipotente, omnisciente, soberanamente bueno, y lo peor, está siempre de nuestro lado. Lo peor por contradictorio: si es todo, ¿por qué justo es el nuestro? El gran problema de Dios es tener que vérselas con la diferencia. Es el gran problema de los monopolios porque como dice el Subcomandante Marcos: o sos cliente o delincuente. Y el delincuente es delincuente porque está en falta. En la etimología de delinquir está la idea de falta. Para el que accede al nombre de Dios y accede a la verdad, el otro ingresa en todas las categorías posibles de la falta: es ignorante, enfermo, loco, primitivo, demoníaco, enemigo, traidor. Si Dios está de nuestro lado, los dioses ajenos son siempre no solo ilusiones sino algo peor: contradioses que vienen a poner en cuestión nuestra hegemonía. Es el gran problema del monoteísmo: no solo no hay otros dioses, sino que no debe haberlos. Por eso la violencia, como muy bien explica Michel Onfray: de tanto concebir que hay un único Dios en el cielo, terminamos creyendo que aquí en lo bajo solo puede haber una única verdad. Y en nombre de la verdad nos seguimos exterminando.
Tengo un problema con Dios. Siempre lo tuve. Se supone que me tenía que dar paz, pero solo me da miedo. Y cada muerte que se ejecuta en su nombre, acrecienta el miedo. Mi miedo a lo humano. A ese aspecto humano de nuestro ser animal que se escinde de su naturaleza y creando un Dios, se cree el único. Lo animal no tiene un Dios, y si lo tuviere, se volvería humano. Pero no tiene. Los que matan al otro en nombre de Dios no son animales, sino seres humanos; o sea, esa especie animal que se niega a sí misma. Tal vez en ese gesto de negación, se resume toda la violencia. Nos negamos para postularnos imagen y semejanza de una totalidad, de una presencia absoluta. Es tanta la presencia absoluta de Dios que todo lo ciega, todo lo disuelve. El otro pierde toda su singularidad y se oscurece. Se vuelve cosa, medio, se desdibuja, o se vuelve solo un dibujo ya sin calor, ya sin palabra, ya sin rostro. Es difícil matar a un rostro. Es tanta la presencia absoluta de Dios que el rostro va perdiendo su dimensión. El rostro del otro, dice Levinas, expresa al otro en su radicalidad: lo tengo tan próximo y a la vez tan irreductible. Lo puedo asesinar, pero a la vez lo puedo sacralizar. Lo puedo acogotar y a la vez lo puedo acariciar. Y solo cuando lo acaricio, dice Levinas, me encuentro con el otro. En la caricia no hay intento de dominación, ni de sujeción, ni de posesión. En la caricia hay extrañamiento. Hay diferencias que se buscan y se pierden en un encuentro imposible. No hay violencia en la caricia porque hay un otro. Pero Dios no acaricia ni tiene rostro. Por eso Dios no es el otro, sino nuestra propia mismidad expandida. Y así se siguen justificando las peores acciones en nombre de Dios, o sea, en nombre de nosotros mismos.

Tengo un problema con Dios. Siempre lo tuve. Pero por suerte sigo creyendo que hay algo más. Algo que no tiene nada que ver con esta representación de Dios como violencia: hay un otro. Hay algo más porque hay un otro. Es en lo único que creo…       

Texto publicado en Tiempo Argentino en 2015

Apolo y Dionisio

Según Nietzsche, en su libro El origen de la tragedia, es posible encontrar en los cultos griegos con los dioses Apolo y Dionisio, un hilo conductor para comprender la historia misma de nuestra cultura. Es un libro sobre transformaciones propias de la cultura griega, pero que se va convirtiendo en un dispositivo conceptual que excede lo histórico para habilitar  algunas claves interpretativas de lo que somos. De alguna manera, los mitos vienen a expresar las conductas, los comportamientos, los valores, y sobre todo las tensiones de una época; de tal modo que analizándolos, se vuelve posible comprender no solo los momentos de la cosmovisión griega, sino su despliegue a lo largo de nuestra cultura. Los mitos revelan aspectos originarios que permanecen en estado de pregunta. Estas narrativas originarias no explican el origen, ya que todo origen es siempre una imposición desde el presente, sino que posibilitan una perspectiva posible en la comprensión de las razones por las cuales terminamos siendo lo que somos. Y para Nietzsche, somos el efecto del triunfo de Apolo sobre Dionisio.
Lo originario en su dimensión más inmediata es Dionisio. Dios del vino, de la embriaguez, de las orgías, representa el impulso humano a lo desmedido, a la desmesura, a lo desordenado, a aquello que todavía no está filtrado, ordenado, mediado. De este modo, Dionisio más que el caos, representa la posibilidad de una conexión inmediata (sin mediación) con las cosas. Nuestros cuerpos aun no desgarrados de la totalidad, la sensación desesperante de ser parte de un todo. Lo previo a la palabra, al concepto. Lo previo. Allí donde el dolor duele y el placer se goza de tal modo, que por no haber filtro, se vuelve insoportable. Dionisio es experiencia viva, pero tan viva que estalla en mil pedazos. En la confusión indiferenciada de Dionisio, casi como una orgía de sentido, todo se entremezcla con todo para percibir, tal vez en un único instante, la totalidad. Como un orgasmo infinito. Como una explosión Dionisio es exceso. Tan excesivo que abre lo humano y lo disuelve.
Pero para salvarnos llega Apolo. Apolo es el dios de la razón, de la palabra, de la armonía. Apolo viene a poner palabra y por eso orden. Es quien individua y por ello diferencia esa totalidad confusa. Con Apolo las cosas cobran sentido, se vuelven palabra, se vuelven cosas concretas, diferenciadas, se establecen sus límites. Apolo es el límite y el límite sosiega, tranquiliza, ordena. Apolo limita y así vuelve comprensible al mundo. El dolor ya no duele tanto y el placer se vuelve soportable, ya que Apolo nos brinda las herramientas para comprenderlos. Comprendiendo filtramos a Dionisio y todo se nos vuelve claro, lúcido, dominable. Apolo domestica a Dionisio, enmarca el impulso instintivo, lo sofrena. Lo reconvierte, lo sublima, lo conjura. El dolor duele menos porque comprendemos sus causas y así lo anestesiamos, pero algo de esa sensación originaria se pierde. El placer se soporta porque ya no es placer, sino un goce tamizado por la razón, por el concepto. Todo es explicable. Ya no hay riesgos. Dionisio domesticado por la lucidez. La razón nos permite administrar el mundo, pero el mundo ya no es el mundo, sino sus restos sistematizados en cuadros de doble entrada. Nada en exceso, dice Apolo. La mesura nos da seguridad, pero nos aleja de lo originario, del abismal estado de indeterminación de lo originario.
Evidentemente para nuestra cultura occidental, Apolo es el dios bueno y Dionisio el malo; y sin embargo para los griegos ambos valían por igual. Adoraban un día a uno y otro día a otro, dejaban manifestar esa tensión constitutiva de nuestro ser. Una tensión que no debía resolverse. Pero Apolo triunfó y Dionisio se fue al exilio. Apolo triunfó en la institucionalización del mundo. Apolo son las instituciones. Todas las instituciones, en especial aquellas que buscan ordenar nuestra realidad como la ley, la familia, el lenguaje. Con la apolinización del mundo comienza nuestra decadencia, sostiene Nietzsche, ya que perdimos el conflicto originario que en su tensión nos constituye. Pero Dionisio está siempre queriendo volver. Dionisio es la danza, la pasión, la conmoción, la incertidumbre. Dionisio es esa molestia permanente que incomoda la perfecta sistematización de lo real. Dionisio es ese grito que sin saber por qué, sin embargo irrumpe. Dionisio es llanto sin sentido, carcajada, arte.

¿Volverá Dionisio? Está agazapado, siempre volviendo. Ninguno de ambos dioses tendría sentido sin el otro…

Texto publicado en Tiempo Argentino en 2015 

La angustia

Hay algo que molesta. Hay una falla que no podemos resolver. Una falla de fábrica. Nacimos mortales, pero además nacimos. No éramos nada. Ahora somos. Luego, eternamente ya no seremos más. Por la infinita eternidad de los tiempos. Y en virtud de la misma eternidad que nos antecede. La falla hace que nada tenga sentido. O al revés. La falla hace que hagamos de todo para aplacarla. El mundo está repleto de objetos, prácticas, vínculos, instituciones. Todo parece estar hecho para dotar de un sentido a la existencia. Y sin embargo hay momentos en los que este gran pacto hace eclosión. Tomamos esa distancia indebida desde la cual observamos todo lo que nos rodea y así nada cierra. Nos vemos rodeados de cosas, que van siendo percibidas abstractamente como cosas, y en ese acto nos damos cuenta que algo del sentido se esfumó. Nos sentimos vacíos, pero insaciables. Ni siquiera aptos a emprender una acción para ver si algo nos satisface. Nos sentimos vacíos y percibimos todo vacío. Caemos en un estado como de insatisfacción permanente, de ansiedad sin objetivo, de aburrimiento esencial. Los medievales llamaban a esta sensación con el nombre de acedia. Es una mezcla de desidia y pereza. Cuentan que un demonio meridiano penetraba en el cuerpo de algunos monjes los días sábados, el día de Saturno, el día del tiempo. Y que los tiraban para abajo. Les quitaban la energía, la fuerza, el deseo, el sentido. Se confundían en los ritos. Se perdían en el desgano. Perdían las ganas.
¿Ganas de qué perdían los monjes? Se trata de un estado de ánimo, de un temple denominado taedium vitae: tedio por la existencia. No aburrimiento por esta acción o por este vínculo o por este trabajo o por este entretenimiento. Ojalá fuera tedio por algún objeto concreto. Pero el tedio existencial es aburrimiento por todo. Por el ser. Por tener que ser. Aparece sobre todo cuando nos hallamos abrumados de cosas y sentimos que ninguna aplaca lo único importante. Lo único importante que es inaplacable. Cuántos más objetos, más sensación de estar perdidos. Cuánto más lleno todo, más anonadamiento, más sensación de que todo en definitiva es nada. El tedio es tedio ante el todo, pero la angustia es angustia frente a la nada…
A diferencia del tedio, otro de los temples claves para Heidegger es la angustia, ya que desde la nada es quien nos hace patente nuestro ser-en-el-mundo. Nos hace patente nuestra contingencia, nuestro estado de apertura. Asumirnos así es ser concientes de que no somos nada. La angustia nos recuerda permanentemente que nada es absoluto ni definitivo. Nos descentra. Nos resquebraja. Nos baja del pedestal. Nos difumina el sentido. Cuando adviene la angustia, todas las cosas pierden valor, pierden sentido, presencia. Se evanescen, se vuelven meras formas, fantasmas. Recordando que a fin de cuentas todo es efímero, entonces todo pierde sustento, y se nos cae. ¿De qué sirve este amor, esta alegría, este trabajo, si en definitiva todo culmina y nada es efectivamente lo que es? Todo en la angustia se pierde. Nos sentimos extraviados, fuera de casa. Ningún ente parece tener sentido y cuando recobramos un poco el ánimo y se nos pregunta qué nos pasaba, respondemos: “no era nada”. Es que de eso se trata. De un encuentro con la nada. La nada que todo es cuando todo se devela contingente.
La nada no nos revela que nada es, sino al contrario, nos muestra que el ser no es absoluto. Pensar que la nada es, es consecuencia de una idea del ser como algo estable, fijo y definitivo. Por eso, cuando pensamos al ser en su conexión con el tiempo, caemos en la cuenta de su carácter contingente, y ello nos provoca un descentramiento de sentido. Básicamente, todos los entes que nos rodean, se enflaquecen, pierden espesura, ya que en el fondo, por ser finitos, no son nada. De este modo, la angustia, para Heidegger, nos coloca en otra relación con las cosas. Les quita peso, las vuelve superfluas.

Por eso, dice Heidegger que la cotidianeidad con sus objetos, artefactos y utilidades es el mejor lugar para huir de la angustia y por lo tanto, huir de lo que somos. La vida cotidiana, como un fármaco, anestesia nuestra conciencia de finitud y hace de la angustia existencial una dolencia. ¿Para qué recordar todo el tiempo que nos vamos a morir?  En la cotidianeidad olvidamos nuestro carácter finito y nos creemos dueños, propietarios, amos, cuando en realidad todo siempre se desvanece. Todo siempre es también nada. Y sobre todo nosotros mismos. Recordar todo el tiempo que nos vamos a morir es asumir que todo puede ser de otra manera porque nada es entonces definitivo. El ser humano dice Heidegger es ser-para-la-muerte. Eso angustia, por suerte, ya que nos devuelve la pregunta por el sentido.

Texto publicado en Tiempo Argentino en 2015

Lealtad

Parece que la palabra lealtad se asocia etimológicamente a la idea de legalidad, a la idea de ley. Extraña paradoja para una condición que se supone que rompe la lógica de todo acuerdo. Si la ley administra el cumplimiento de los contratos, la lealtad no añadiría entonces ningún valor, ya que solo se trataría de cumplir con lo acordado. Pero hay algo en la idea de lealtad que supone un salto más allá de la ley, más allá de todo pacto. No se es leal porque así lo pautamos. No hay lealtad porque cada contrayente ejecuta lo que había convenido. Si así fuera, la lealtad no sería necesaria. Se es leal más allá del pacto. O peor, se es leal cuando el pacto no se cumple. ¿Por qué permanecer si el otro no cumple con lo pautado? ¿No es suficiente razón para salirse? Es que la lealtad no tiene que ver con la razón. Si así fuera, no sería necesaria. Alguien no cumple y el otro rompe. Todo fríamente calculado: dos entidades que firman un contrato. Uno lo transgrede y el otro lo abandona. O ambos lo cumplen y así andan por la vida en la tranquilidad del buen funcionamiento de la reciprocidad. Andan tranquilos, seguros, triunfantes, felices. Pero la lealtad ni tranquiliza, ni asegura, ni es un triunfo, ni nos hace felices. Sobre todo si se define a la felicidad como tranquilidad, seguridad o triunfo. La lealtad es siempre a pesar. Tiene que ver con el pesar. Con otra forma de la felicidad, donde no hay ganancia sino entrega. Donde no hay seguridad, sino imprevisibilidad. Donde no hay tranquilidad, sino apertura. Es a pesar. Es aunque. No se es leal porque se recibe. Si así fuera, no haría falta la lealtad, ya que al recibir veríamos colmado nuestro deseo. Pero la lealtad no tiene que ver con la plenificación o con la satisfacción. No tiene que ver. Tiene algo de ceguera, de locura, de arbitrariedad, de confianza.
Parece que la palabra confianza se asocia etimológicamente a la idea de fidelidad, a la idea de fe. Hay algo religioso en la confianza ya que no hay ninguna comprobación fáctica que asegure que el otro se va a comportar como uno espera. No es medible la confianza, ni la fidelidad, ni la fe. Es más; no se es fiel porque es un buen negocio o una buena inversión. No se es fiel en un acuerdo mutuo. No se es fiel con el otro, sino que se es fiel hacia el otro, hacia cualquier otro. Si hubiera comprobación fáctica o demostración lógica, o medición exacta, la fe no sería necesaria. Si la fidelidad se pactara, entonces se convertiría en un contrato que es lo contrario a la fidelidad. No se contrata la fidelidad. Se es fiel porque no hay contrato. Si convenimos mutuamente ser fieles y establecemos derechos y obligaciones con castigos y cauciones, entonces la fidelidad no haría falta. Es que la fidelidad tiene que ver con la falta y los acuerdos tienen que ver con las posesiones. Acordamos para resguardar lo propio. Propiedad viene de propio. Acordamos para resguardar las propiedades, para asegurar lo que somos. Pero no se es fiel por lo seguro, sino por lo incalculable. Se es fiel aunque todo conduzca a lo contrario, aunque las cuentas no den, o incluso aunque el otro se escurra. Es que el otro siempre se escurre, porque es un otro, ya que si nos cerrara absolutamente no sería un otro, sino una proyección de uno mismo. Y así, la fidelidad no sería necesaria.

Se es leal al otro. No al otro que uno construye para su propio sosiego y orgullo de ser parte, sino al otro que molesta, que irrumpe, que amenaza, al otro que necesita. El otro es débil porque necesita. Si no necesitara, no sería un otro, sino un igual, un prójimo, un próximo. Pero la lealtad no tiene que ver con el semejante, sino con el extraño, con el carente, con el indigente, con el extranjero. Se es leal porque la debilidad del otro me obliga, me cachetea, me saca de lo propio. Ni siquiera se es leal al otro pensando que en cualquier momento ese otro podría ser yo mismo, ya que si así fuera, una vez más convertiríamos la lealtad en un cálculo, en un negocio, en un juego de conveniencias. No hay paga por ser leal porque la lealtad no es un bien, sino una ausencia. Un retiro, una retracción. No se es leal al poder, sino que se es leal resquebrajando todo poder. Se es leal para que el otro sea.

Texto publicado en Tiempo Argentino en 2015

El río

En algún sitio dice Heráclito “todo se mueve y nada permanece” y, comparando los seres con la corriente de un río, añade: “no podrías sumergirte dos veces en el mismo río”. (Platón, Crátilo 402a)

Nadie puede bañarse dos veces en el mismo río porque el río siempre está cambiando y las aguas siempre son otras. Aguas que provienen y devienen, aguas que preceden y continúan, aguan que nunca se repiten. No hay un punto fijo. No hay puntos. Nada está fijo. Solo devenir. Todo fluye y nada permanece. Y uno entra al río, pero ese río que es siempre el mismo, ya no es el mismo. Ese río que es siempre el mismo, sin embargo y al mismo tiempo siempre está siendo otro, ya que sus aguas fluyen, aunque siempre por el mismo cauce. Es que hay un río y hay sus aguas, ¿pero cuál es el río? ¿Sus aguas o su cauce? ¿Aguas sin cauce? ¿Cauce sin aguas? El río es el cauce y las aguas. El río es quieto y en movimiento. Las aguas fluyen porque la naturaleza del agua es nunca estar quieta, y por eso cuando uno entra otra vez al río, no se encuentra en el mismo lugar que antes, aunque entre en el mismo lugar. Es que no hay lugar en el río. O en todo caso, el problema consiste en definir qué es un lugar en un río, ya que el sitio puede ser el mismo, pero como el río son sus aguas, aunque estemos localizados en las mismas coordenadas espaciales, hay algo del río que ya no es el río. Hay algo del río que siempre es otro. El río es al mismo tiempo el mismo y otro, porque el río no cambia, pero cambia. Cambia y no cambia. Eso desespera.
Nadie puede bañarse dos veces en el mismo río porque el río que es el mismo sin embargo siempre deviene. Está siempre cambiando. ¿Pero cómo es el cambio? ¿Hay alguna ley que rija el devenir? ¿Pero si el cambio tuviese una ley, sería realmente cambio? ¿A qué cambia el cambio? Es que el río no cambia a otro tipo de entidad, pero cambia. No se vuelve lagartija o heladera o bomba de neutrones, pero cambia. Es que lo cambia son las aguas y no el río, ¿pero no es el río sus aguas? Es y no es. Ese es todo el problema. Cambian sus aguas que nunca son las mismas, y por eso cuando uno entra, el río ya no es el mismo. Sigue siendo río, o sea que cambia, pero no tanto. O cambia, pero no radicalmente. O lo que cambia no es el río sino sus aguas, aunque un río son sus aguas que, no es sustrato, sino apertura, formato, vacío estructurante, matriz. O peor; tal vez este río no sea más que uno de los infinitos ríos que configuran el gran río del mundo. Un abismal río donde todos sus elementos no son otra cosa que aguas fluyendo, un abismal río que en su totalidad nunca cambia. Si todo cambia, nada cambia. Todo cambia y nada cambia. Eso desespera.
Y uno es uno, aquel que entra al río a bañarse. ¿Pero, qué es ser uno? ¿Hay un uno? ¿Hay unidad? Uno da unidad, pero uno que entra al río no es el mismo que uno que entra unos minutos después. Uno nunca es el mismo. Ya ha mutado. Han muerto infinidad de células, hemos aspirado infinidad de oxígeno, hemos olvidado infinidad de sensaciones. ¿Pero la infinidad es una o muchas? ¿O es al mismo tiempo una y muchas? Es que uno nunca es uno, pero al mismo tiempo también es uno. O peor, uno es el río, ya que a uno le sucede lo que al río: todo el tiempo devenimos aunque siendo siempre los mismos. Uno que nunca es uno ingresa en uno que tampoco es uno, y ambos que no son los mismos, se contactan. ¿O quién ingresa en quién? Un río con otro río. Un uno con otro uno. Un devenir con otro devenir. Un conjunto de fragmentos con otro conjunto de fragmentos. Eso desespera.

Hay un famoso relato de Nietzsche donde un demonio nos pregunta qué sentiríamos si supiésemos que nuestras vidas se repetirían eternamente las mismas por el resto de los tiempos: ¿nos angustiaríamos o nos aliviaríamos? ¿O ambas cosas a la vez? Nadie puede bañarse dos veces en el mismo río. Saber que cada vez es única y que somos y no somos al mismo tiempo el río, ¿nos deprime o nos libera?   

Texto publicado en el diario Tiempo Argentino en 2015

La caverna

Siempre es bueno volver a la caverna. Volver al relato de la caverna que no es volver a la caverna, aunque el relato de la caverna culmine con un retorno. Alguien se escapa de un encierro, pero una vez iniciado el camino de su libertad, decide volver. ¿Por qué volver? ¿Por qué volver a la caverna y al relato de la caverna? ¿O será que todo escape es siempre un retorno? ¿Y para quién es bueno volver?
Recordemos el relato. Cuenta Platón en La República que en el interior de una montaña se despliega una caverna muy profunda, donde un grupo de prisioneros se hallan encarcelados. Su encierro es muy particular: se encuentran obligados a estar sentados, encadenados a sus sillas, observando día y noche el fondo de la caverna. Detrás de ellos, arde un gran fuego, pero entre ambos hay guardias que pasean objetos por encima de sus cabezas, de tal modo que el fuego ilumina los objetos y proyecta sus sombras en el fondo. Las sombras reflejan objetos que parecen moverse autónomamente, y que constituyen lo único que los prisioneros pueden ver, ya que al estar encadenados de pies a cabeza no pueden darse vuelta para observar el dispositivo creado. O peor; las cadenas no les permiten ni pararse, ni mover sus cuerpos más que la distancia que el amarre posibilita. Y aún más; con el paso del tiempo  que es mucho, casi como toda la vida, las cadenas se van internalizando, se van incorporando (etimológicamente “se hacen cuerpo”), se van habituando, y por ello mismo, se van invisibilizando. Llega un momento en que los prisioneros pierden dimensión de su estado: comienzan a sentirse más tranquilos, seguros, estables. Miran para arriba y ven el cielo. Ven para adelante y las sombras se convierten en el mundo real. Los prisioneros ya no se sienten encerrados sino libres. Se sienten viviendo una vida cotidiana común y corriente. Una vida normal.
Primera pregunta: ¿cuáles son nuestras cadenas? Segunda pregunta: ¿puede algún prisionero por sí mismo darse cuenta de su situación? Probablemente no. La caverna ejerce su poder cuando el prisionero levanta la cabeza y ve el cielo, cuando mueve mínimamente el cuello y cree que está mirando para atrás, cuando se mueve un poco sobre su silla y cree que está caminando, cuando atado a sus cadenas, cree que es libre. Una vida normalizada.
Pero un día, un prisionero se despierta y ve a sus pies sus cadenas en el piso. No entiende nada. Siente su cuerpo más aliviado, pero también más angustiado. Da vuelta la cabeza y el giro excede lo acostumbrado. Se mueve y su cuerpo se levanta. Ve la silla, ve el fuego detrás, ve las sombras ya como sombras, vuelve a ver en el cielo el interior de la caverna. Se horroriza. Su primera reacción es querer volver a encadenarse y retornar a la comodidad, a lo seguro, pero no puede. Ya supo y no hay vuelta atrás. Decide entonces ir a ver qué hay afuera, en el verdadero mundo exterior. Y así asciende hasta que sale de la caverna y en una sensación sublime, observa a lo lejos el mundo desplegarse infinitamente. Su impulso lo lleva a querer irse, pero algo lo llama desde el interior de la caverna: sus compañeros. Se siente responsable. Siente que debe volver y liberarlos. Siente que no puede abandonarlos, que debe volver.        
Claro que el encuentro no es fácil. Su alerta no encuentra eco. Nadie le cree. Lo toman por loco, molesto, desquiciado. Creen que le han lavado el cerebro, le cuestionan sus amistades, sus hábitos distintos, sus nuevos compañeros. Nadie que no ve sus cadenas puede escuchar a alguien que viene a decirnos que estamos encadenados. Nadie. Ni siquiera él mismo. O peor; tal vez el liberado entiende en ese acto que él también sigue encadenado, pero de otro modo. Que el exterior de la caverna tal vez no sea más que el interior de una caverna más grande…
Esto ya no es Platón, pero no importa. Si así fuera, el liberado que comprende que nunca será definitivamente libre, necesita cambiar el esquema. O en principio, moverse. Ir saliendo de una caverna para seguir saliendo de la caverna siguiente. Salir para seguir saliendo. Y sin embargo de una sola cosa está seguro: mientras sale tiene que volver. A buscar a los suyos y plantear la diferencia. Dice Platón que es la gran tragedia de la filosofía: buscar un saber que se sabe que nunca vamos a encontrar. Pero no importa, porque lo que vale es la búsqueda. No se lucha para ganar: se lucha para luchar. Ya que si todo es caverna, la única libertad posible está en el movimiento. Junto a otros.

Siempre es bueno volver a la caverna. A la caverna y al relato. Volver para seguir saliendo.

Texto publicado en el diario Tiempo Argentino en 2015

La grieta

Del otro lado de la grieta no hay nada. No hay un otro lado, no hay grieta, no hay nada. No puede haber nada del otro lado de la grieta porque si no habría grieta, y si hay grieta, hay algo del otro lado. Pero no puede haber un otro lado porque hay un único lado que es éste. Un mundo con un solo lado, aunque si hay un lado, debería haber otro; pero no puede haber otro y por eso sostenemos quimeras extrañas como que el mundo solo tiene un lado. Es que si tuviera más de un lado, no sería el mundo, ya que el mundo es uno y es todo. Pero el todo no puede tener lados, ya que no sería el todo, sino una parte, un fragmento, una diferencia. Y si hay diferencias, hay lados. Y si hay lados, hay grietas. Y si hay grietas, hay conflicto. Pero el conflicto quebranta la totalidad, la hace estallar, la devuelve a su estado de ensoñación, la vuelve metáfora. La devuelve a su condición de metáfora. La ilusión de una totalidad cerrada sobre sí misma que no puede aceptar la grieta, el otro lado, la diferencia. Es que la diferencia es un resto. Resta. Interrumpe la expansión ilimitada de una totalidad en busca de su propia armonía. Y si hay armonía, no hay conflicto. Y si no hay conflicto, no hay diferencia. Y si no hay diferencia, hay violencia. Hay violencia cuando una de las partes se totaliza. Y se cree única. Y se cree verdadera. Y arroja a la falsedad todo lo que está del otro lado de la grieta que, como es falso, no existe. Si lo verdadero es el todo, lo que resta no es nada. O es resto, una sobra, nada. Y la nada tiene la forma de la carencia, de la ausencia, de la falta. Está en falta. Delinque. No está del otro lado ya que de ser así, sería algo. Pero no es algo, sino nada, y por eso no puede estar del otro lado, ni puede haber otro lado. Ni puede haber grieta. Del otro lado de la grieta no hay nada. Una nada que cobra sentido en función de la totalidad que lo completa, lo nomina, lo hacer ser. La carencia solo se explica negativamente como una ausencia que necesita completarse. O que la completen. ¿Quiénes son los grandes carentes de la historia? ¿Qué les falta? ¿Cuál es su falta? ¿A qué faltan? Unos carecen y otros tienen. Y los que tienen son únicos, ya que la condición de la posesión es la totalidad. Es única la posesión, aunque muchos posean. Pero se posee o no se posee. Parece no haber una tercera opción. Así hay poseedores y desposeídos. Por eso no hay grieta, porque poseer o no poseer son formas de la posesión. Lo que seguro no puede haber son otras formas. Y cuando algo no encaja en las formas, se vuelve nada. Se vuelve oscuro, primitivo, animal. Se vuelve negro, femenino, locura. Se vuelve extranjero, extraño, monstruoso. Sin forma. Necesitado de ser conformado, domesticado, administrado según las formas instituidas. De ahí que lo que no aplica, lo que no se deja conformar, informar, dar forma, resquebraja las categorías y se vuelve un monstruo. Pero no puede haber monstruos porque del otro lado de la grieta no hay nada. No debe haber nada. Los monstruos son ficciones, relatos, cuentos infantiles, porque la monstruosidad es inadmisible. A los monstruos se los cura o se los sacrifica, pero no pueden ser algo. El ser no admite la anomalía porque del otro lado de la grieta no puede haber nada y así el monstruo es sacrificado. Sacrificio viene de sagrado. Hay en el acto de sacrificio del monstruo una consagración. Nos consagramos. Su muerte consagra nuestra supervivencia. Nuestra posesión. Dependemos de su disolución. Su muerte nos da vida. Disuelve el conflicto. Es un acto de violencia que acaba con la violencia. Su muerte es justificada para no estar en peligro, ya que si hubiera grieta, habría peligro. Ya que si hubiera grieta, habría un otro lado que pondría en cuestión nuestra totalidad. Pero si nosotros no somos la totalidad, podríamos no ser nada. Y nosotros no solo somos algo, sino que somos todo. Y somos los que estamos de este lado de una grieta que no existe, no puede existir, ya que del otro lado de la grieta no hay nada…

Texto publicado en Tiempo Argentino en 2015

La farandulización de la política

Uno de los temas que hoy genera acalorados debates es la cuestión de la farandulización de la política. Se cuestiona la presencia en la política de un género extraño que la estaría como mínimo banalizando y como máximo destruyendo. La política estaría siendo invadida por una lógica impropia que la emparentaría con ciertos géneros televisivos más propicios a resaltar escándalos privados, peleas soeces, morbosidades biográficas, y sobre todo, la disolución de cualquier tipo de contenido (sea artístico o en este caso político) en pos de cuestiones más bien superficiales. Hace unos meses, la Iglesia se expresó a través de un comunicado, absolutamente conmovida por la farandulización de la política. Por ello, reflexionaba afirmando que la política no debería ser producto del marketing (la farándula se supone que es un espacio de venta pura), que los políticos debían expresar con claridad sus proyectos (se supone una vez más que la farándula distorsiona), y que debían sobre todo privilegiar la capacidad de diálogo (claramente en la farándula se supone que todo es a los gritos).
Tenemos dos problemas de arranque: por un lado, en ningún lugar se debate más la farandulización de la política que en la farandulización de la política. Interesante implosión que logra el objetivo de mostrar los decorados de una puesta cuando a los gritos se discute que todo se discute a los gritos. Y lo que a priori parecería ser una falta de sentido, termina siendo fuertemente esclarecedor. Es exactamente el lugar contrario donde se para la Iglesia para ejercer su denuncia desde un afuera en el que se supone que la invasión no ha llegado: en la Iglesia no hay marketing, ni oscuridad ni dogmas…
Ni siquiera es una crítica puntual a la Iglesia, sino a las construcciones idealizadas de un otro expiatorio que salvaguarda nuestro supuesto estado de pureza: por suerte está la farándula para conjurar en ella todos los males de este mundo y así nuestra identidad política se mantiene a salvo. Los chivos expiatorios no son ni inocentes ni culpables: son quienes nos permiten creernos indemnes, limpios, puros, racionales, buenos.
Tal vez haga falta problematizar los términos. Farándula se asocia etimológicamente a vagabundeo, pero a un vagabundeo propio de ciertas compañías de teatro medievales. Por eso también se asocia con farsa, pero sobre todo con puesta en escena. El término aun no tiene en su origen la implicancia de lo personal por sobre el contenido. Hoy lo farandulesco parece priorizar lo que en principio no importa ni en el arte ni en la política: la vida privada del actor que sin embargo se convierte en su propia obra expositiva. Y por ello es tan fuerte la todavía continuidad exigida a la política entre gestión pública y moral privada: un buen gobernante, decía Platón, debe poder gobernarse a sí mismo. Aunque todo sea una farsa…
Otro término diferente es el de la frivolización de la política. Lo frívolo como lo superficial acompaña a la farándula. La palabra parece remitir antiguamente a ciertos recipientes de barro que se quebraban fácilmente. Se presentaban enteros, pero se quebraban. La frivolidad tiene algo de pretencioso, pero que se vuelve frivolidad cuando se evidencia. Se evidencia su quebranto, su vacuidad, su ser jarro. ¿O no se rompen los jarros? Todo lo profundo busca la superficie, decía Nietzsche. ¿O se trata de distinguir en el mundo del espectáculo entre lo frívolo y lo serio? ¿O no hay frivolidad en la seriedad? De nuevo la continuidad entre lo público y lo privado: un buen gobernante no solo tiene que ser sino también parecer, decía Maquiavelo. ¿Pero ser no es siempre aparecer?

Llegamos a la espectacularización de la política. Concepto también ambiguo que implica la idea de contemplación. La política como contemplación la distiende de sí misma y la coloca en un lugar de ajenidad. Parece entonces estar abandonando la idea tradicional de política activa y reducirse a una cuestión electoral de zapping, confundiendo el éxito del rating con la legitimidad de la democracia. Pero la espectacularización es una cuestión ontológica ya que supone una transformación material del mundo donde la imagen ya no se escinde de los hechos como algo accidental. Entonces el problema no sería tanto la sospecha por la impostura de la política, sino al revés: la sospecha por el supuesto lugar de autenticidad de quienes se creen inmunes a la historia. Tal vez por ello, no se trate tanto de la farandulización de la política como de la politización de la farándula. Como siempre, donde más se juega lo político es donde se supone que no le compete jugar. 

Texto publicado en Tiempo Argentino en 2015

Lo religioso

Otro de los retornos de época a los que asistimos con cierto extrañamiento es el retorno de lo religioso. Es extrañamiento ya que provenimos de un siglo XX donde la religión fue perdiendo legitimidad en términos tanto políticos como epistemológicos. El llamado proceso de secularización fue a priori leído como el retiro de la religión de la esfera pública: la religión se fue privatizando, se fue volviendo parte de la esfera privada junto con otras tantas adscripciones identitarias que hacían a la construcción de la “buena vida”. Porque si algo quedaba claro en la cosmología democrática del siglo XX era que el conocimiento es un asunto de la ciencia experimental moderna, y que la política un asunto del derecho ciudadano, válido supuestamente para todos más allá de sus diferencias de sexo, género, clase, religión, etc. O sea que la razón había vencido finalmente a la religión en su contienda por constituirse en sujeto y fundamento último del universo. Pero entonces, ¿qué significa que la religión ha vuelto? O dicho de otro modo: ¿no hay en toda secularización una continuidad?
La argumentación puede ser a la inversa. Ser sujeto de lo real significa que hay un centro desde el cual se fundamenta, se explica y se ordena la multiplicidad de lo real. No se trata entonces de un regreso de la religión a su antigua función teocéntrica: se trata por el contrario de la disolución de todo centro. Vivimos tiempos de descentramiento, donde se evidencia que todo sujeto supone una sujeción a fuerzas que lo constituyen y condicionan. Y si no hay un parámetro universal, entonces los criterios de demarcación comienzan a tambalear. O como sostiene Gianni Vattimo: si el siglo XX es al mismo tiempo el siglo del fracaso de la racionalidad moderna, entonces no pueden seguir siendo argumentos racionales los que sigan exiliando a los discursos religiosos.
Paradójicamente, la muerte de Dios anunciada por ese personaje insensato que Nietzsche crea en La gaya ciencia, es la clave para un retorno de lo religioso, ya que el Dios que muere es ese lugar central, supremo, hegemónico, con pretensión totalizante. Pero el retorno no es unlineal. No vuelve la religión: vuelve lo religioso.
La religión es a lo religioso, lo que la política es a lo político, el derecho es a la justicia, o el matrimonio es al amor: su institucionalización. Y la pregunta es la de siempre: ¿se puede limitar lo ilimitado? ¿Se puede cerrar lo abierto? ¿Se puede encontrar la última palabra?
¿Cómo diferenciar lo religioso de la religión? Lo religioso por un lado surge en la certeza que el ser humano alcanza de nuestra condición limitada. Como sabemos que somos finitos, habilitamos la pregunta: “¿hay algo más?” Lo religioso es la pregunta. Es mantener la pregunta en estado de pregunta. La religión, por otro lado, son todos los intentos institucionales de traspasamiento de cada frontera última y respuesta absoluta a la pregunta por el límite: hay una verdad y nosotros accedimos a ella, la procesamos, la empaquetemos y la administramos. Si la religión hace de la creencia una cuestión de verdad, lo religioso recupera la idea de creencia como contingencia. O como cuenta Vattimo en Creer que se cree: un día un amigo me llamó y me preguntó si todavía creía en Dios. Le respondí: creo que creo…
Tal vez el retorno de lo religioso tenga que ver con la primacía de ese primer “creo”. Aquel que se sabe a sí mismo contingente, provisorio, en estado de pregunta. Tal vez se trate de desentramar lo religioso de toda concepción de verdad absoluta, comprendiendo que cuando la religión habla en nombre de la verdad, disuelve lo religioso. Lo religioso, más allá de la religión, donde ese más allá es un más acá que deconstruye toda omnipotencia: tanto del que niega que hay un más allá como del que lo afirma.
Si así fuera, se configuraría entonces el escenario del retorno de lo religioso desde formatos muy diversos. Por un lado, la vigencia de los fundamentalismos que en nombre de un retorno de la religión buscan un regreso de la teocracia. Por otro lado, los intentos de modernización y apertura de las religiones tradicionales como en el caso del Papa Francisco que dan acelerados pasos para un reforma religiosa milenaria que, sin embrago, no socava las raíces mismas que hacen de la religión un dispositivo de domesticación de lo religioso. Y por último, más que un retorno, la posibilidad de un descentramiento de la verdad que evidencie la violencia que encierra todo dogma; sea religioso, o no. O como sostenía Nietzsche: solo cuando Dios muere, el hombre puede volver a creer.


Texto publicado en Tiempo Argentino en 2015

La patria

Una de las intuiciones del pensamiento dialéctico es haber comprendido el desfasaje que se produce entre los cambios materiales en el mundo y las instituciones que pretenden sostener el orden social. Las instituciones, por ello, muchas veces, permanecen como estructuras que aunque desfasadas intentan todavía ordenar una realidad que sin embargo se desborda. Categorías como fantasmas a las que acudimos porque todavía no contamos con otras; o peor, categorías a las que acudimos porque son fantasmas que nos dan un respiro frente a un orden que se nos derrumba.
Uno de estos casos es la idea de patria. ¿Con qué idea de patria nos pensamos como ciudadanos? ¿Nos alcanza la idea de patria tradicional para comprender las problemáticas sociales del mundo global?
Hay dos elementos conceptuales que acompañan a la noción de patria en sus márgenes y en sus oposiciones: por un lado, la idea de frontera, y por el otro, la idea de extranjería. La patria necesita definirse, esto es, poner fines, límites, fronteras. Una patria necesita de otra para autoafirmarse en su identidad, para diferenciarse. Y para que la delimitación funcione resulta necesario encontrar un sustrato común que unifique a todos los miembros de la patria y los distinga claramente de los demás. Tan simple sería todo si las fronteras fueran precisas, pero las fronteras no pueden ser precisas porque son fronteras, o sea, zonas de tránsito, de mezcla, de contaminaciones. Tan simple sería todo si encontrásemos ese sustrato común, pero ese sustrato no se encuentra porque lo común se construye, o sea, las identidades se van configurando de modo narrativo, ficcional, artificial.
Toda nación es una comunidad imaginada, planteaba Benedict Anderson, y está claro que para que un estado nacional funcione, resulta necesaria una integración que penetre en el imaginario esencial de una propiedad comunitaria. La patria como una familia ampliada, donde el territorio solo sea la excusa para que todos aquellos que compartimos una mismidad (una misma esencia) nos realicemos en común. Es interesante por ello repensar en la historia de las fronteras de la mayoría de los estados nacionales modernos; y a la inversa, comprender la artificialidad de una construcción que se deconstruye fácilmente en lo nacional, lo étnico, lo cultural. ¿O en el fondo no somos todos mixtos?
Claro que por suerte está el extranjero. Aquel que desde su identidad tan clara y evidente como la nuestra, nos ayuda a confirmarnos en lo que somos. Yo tengo mi lengua, él tiene su lengua. Yo tengo mis costumbres, él tiene sus costumbres. Yo tengo mi historia, él tiene su historia. Yo tengo, él tiene. Pero el problema no tiene el que tiene, sino el que no tiene. El verdadero extranjero nunca es simétrico. Es extranjero porque es carente. El verdadero extranjero nunca es un semejante. Es extranjero porque su diferencia nos resulta incomprensible. El verdadero extranjero no es un par con quien establecer relaciones diplomáticas. Es extranjero porque no tiene voz.  El verdadero extranjero no tiene pasaporte. Es extranjero porque irrumpe.
Si la patria se juega en los derechos que poseemos como ciudadanos, entonces la pregunta es la de siempre, de Marx a Hannah Arendt: ¿cómo defender los derechos de los que no tienen derechos? Incluso, se vuelve clave repensar los alcances mismos de los derechos humanos, a partir de las fisuras entre el ser ciudadano y la vida desnuda: si la última frontera es el pasaporte, ¿cuál es el lugar de los indocumentados? Se puede pensar a la patria como la comunidad de los propios, pero se puede pensar a la comunidad como la apertura infinita al otro. Roberto Espósito retoma la etimología de la palabra comunidad no tanto como lo común sino como el compartir un “munus”, una figura del derecho antiguo que propiciaba la obligación de dar, de abrirse a la necesidad del otro. Invertir el esquema y hacer de la patria una gran frontera. Un lugar de oscilación creativa entre lo propio y lo extraño. Entre lo que una comunidad tiene al mismo tiempo de propio y de extraño.

Tal vez la patria se esté jugando en cada muerto de cada barco hundido…

Texto publicado en el diario Tiempo Argentino en 2015

Deconstruir la política

Uno de los tópicos que más circulan para caracterizar la última década en nuestra sociedad es el de un “retorno de la política”. La filosofía puede aportar al análisis de este acontecimiento a través de algunas problematizaciones y algunos marcos conceptuales como el que se propone por ejemplo en los pensadores de la biopolítica. Primera cuestión: ¿es lo mismo la política y lo político? Se podría distinguir entre la política como el conjunto de prácticas e instituciones que intentan expresar o representar a lo político, entendido este último como las fuerzas de poder y de transformación de lo humano en su vínculo con el otro. Habría, por un lado, una zona más bien ontológica de lo político ya que nuestra condición se juega en los vínculos con el otro, y habría por otro lado toda una serie de dispositivos que intentan interpretar, encauzar, darle forma a esa fuerza transformadora. La pregunta entonces podría ser: ¿la política representa a lo político? ¿Lo encauza o lo debilita? ¿Lo realiza o lo traiciona? O peor, ¿no está el problema en la misma idea de representación que atraviesa toda la política moderna?
Segunda cuestión. Tal vez cuando hablamos de crisis de la política tradicional estamos hablando de estas fisuras: lo político excede a la política. La excede porque lo político es fuerza, devenir, exceso, desborde, negación. Este es un problema de base: lo político es contradictorio, pero la política no. O por lo menos intenta justamente generar una contención, un orden, un funcionamiento que lentamente se va develando imposible.
Lo interesante es lo que se genera a partir de esta crisis: la irrupción de la antipolítica. La antipolítica sostiene que ante esta imposibilidad la política debe retirarse. Ha perdido su propósito y se ha corrompido. Sus contradicciones muestran su ineficacia por contener a lo político. Por ello se trataría de un retiro de la política en función de una potenciación de lo que la antipolítica considera las formas naturales del lazo social: el mercado. Pero el argumento esconde tal vez su principal supuesto: la antipolítica es una forma de la política. Donde menos se supone que se hace política, más se juega lo político. El mercado es una forma de interpretar los lazos sociales. Negar la política es continuar dentro del paradigma que supuestamente está en crisis. Es muy similar al caso del ateísmo que niega la existencia de Dios y construye en ese acto por negación otra certeza. El problema no es Dios sino la verdad: la del creyente y la del ateo. ¿Se puede ser religioso por fuera del paradigma de la verdad? ¿Se puede apostar a lo político reconfigurando de raíz el lugar de la política?  
Roberto Espósito habla de una deconstrucción de la política. Deconstruir para producir la apertura por donde pueda emerger lo político. Deconstruir las formas de la política tradicional es profanarla, mostrar sus tensiones: profanar para sacralizar. ¿Por qué? Porque muchos de los grandes tópicos de la política tradicional han sido cómplices de su propia crisis. Por ejemplo, postular que la democracia representa la naturaleza esencial de los vínculos humanos es contradecir la idea de una democracia como ejercicio de reinvención permanente como demolición de todo dogma. Por ejemplo, la distinción taxativa entre un bien que combate al mal, cuando el mismo bien necesita de ese mal para seguir afirmándose en la distinción. Lo peor que le puede suceder al bien es vencer definitivamente: el mal es necesario porque los buenos somos siempre nosotros.

Deconstruir la política nos brinda otra opción frente a la crisis de la política tradicional y sobre todo frente a la opción de la antipolítica como única salida de la crisis. Espósito lo llama lo impolítico. O como sostiene cierto feminismo: lo personal es político. Se trata de una repolitización que evidencie la condición política de nuestra existencia, con sus tensiones, sus aporías, sus paradojas. Allí donde se supone que no se hace política, allí es donde más se juega lo político: en el hogar, en la escuela, en el barrio, en una red social, en la calle.   

Texto publicado en el diario Tiempo Argentino en 2015