sábado, 12 de diciembre de 2015

Lo impuro. La profanación de la soberanía

“¿Pero cómo hemos podido hacerlo? ¿Cómo hemos podido bebernos el mar? ¿Quién nos prestó la esponja para borrar el horizonte?”, se lamenta el loco de La gaya ciencia de Nietzsche ante el acontecimiento de la muerte de Dios. ¿Pero por qué se lamenta el loco? ¿No estaba buscando a Dios? ¿No había llegado al mercado con su linterna gritando “busco a Dios”, “busco a Dios”? ¿Pero, a quién estaba buscando? ¿A un muerto? El loco estaba buscando a un Dios que ya sabía que estaba muerto. Pero lo estaba buscando igual. Buscaba sabiendo que lo que estaba buscando no lo iba a encontrar. Y así el lamento es doble. No solo porque Dios ha muerto sino por qué no puedo dejar de buscarlo. “Seguir soñando sabiendo que es un sueño”, dice también Nietzsche en La gaya ciencia. El loco llega al mercado buscando a Dios. Todos lo cargan porque todos los que estaban allí no creían en Dios. O creían en Dios, que es lo mismo. Creer o no creer en Dios. En los extremos, la pureza. O es un sueño o no es un sueño: lo que molesta es lo impuro. La contaminación de los polos. Si seguimos soñando sabiendo que es un sueño, se nos borra el horizonte. El horizonte que ordena, que tranquiliza, que sosiega, que instaura, pero que se nos presenta siempre inalcanzable. Buscar a Dios sabiendo que está muerto. El horizonte borrado con la esponja prestada. ¿Prestada por quién? La pregunta por el quién. ¿Quién me prestó la esponja para borrar el horizonte? ¿Importa? Si se pregunta, importa, y sin embargo la pregunta queda en suspenso. Solo queda la esponja que borra el horizonte y deconstruye. O hay horizonte o no hay horizonte, que es otra forma de haber horizonte sin haberlo. Lo inadmisible es que haya horizonte, pero borrado. Pero borrándose. Y con una esponja. ¿Y con una esponja prestada por quién? ¿A quién oculta el loco? ¿A quién nombra en la ausencia del nombre? ¿Quién me prestó la esponja para borrar el horizonte? Hay una tradición de la cabalística judía que entiende que el Dios verdadero solo se halla en un silencio de la primera frase del Génesis; previo al Dios que se nos manifiesta en el nombre. Dios no es aquel que habita la frase “en el principio creó Dios los cielos y la tierra”, sino el suspiro silencioso que se retrae en la frase “en el principio, (él, como silencio), creó a Dios, los cielos y la tierra”. Esa coma es el único instante en el cual algo que después traicionamos con los nombres de Dios, aparece. Aparece en su retracción. Es una coma, una inflexión. Es que el loco ni creía en Dios, ni no creía en Dios. El loco buscaba lo que sabía que no iba a encontrar. Ese silencio, esa coma. Había descubierto que todo es un sueño y que no puede sino seguir soñando. ¿Cómo pararnos en el límite? ¿Cómo hacer estable lo inestable? ¿Cómo sobrevivir en la ilusión olvidada de lo estable en lo inestable? El loco había llegado al límite. Había comprendido que un límite es algo ambiguo, móvil, fofo, abismal. Algo que se puede borrar con una esponja. Un mar que se puede beber. ¿Pero cómo hemos podido hacerlo?, se lamenta. El loco buscaba lo que sabía que no iba a encontrar. Lo imposible. No lo imposible como opuesto a lo posible, sino lo imposible como lo que se repliega de la dicotomía entre lo posible y lo imposible. Lo imposible como aquello que hace estallar la idea de lo posible tanto como la idea de lo no posible. Un resto. Un resto que interrumpe totalidades. Un resto que hace de lo posible y de lo no posible figuras que se desarman, contingencias. La contingencia no es que no haya horizonte, sino que pueda haber infinitos, pero que ninguno es efectivamente real. O puro. Lo impuro no niega la pureza, sino que evidencia el mecanismo por el cual todo busca infructuosamente un estado de pureza desde un origen impuro. La contingencia es que todo pueda ser de otra manera, aunque resulte insoportable. Dionisio no se soporta. Necesita de Apolo. Apolo se soporta. Es soporte, pero no logra nunca disolver lo impuro. En el fondo, lo impuro. En el fondo, no hay fondo. La anarquía originaria, el conflicto originario evidencia lo imposible. La filosofía es una experiencia de lo imposible, sostiene Derridá, ¿pero cómo podemos tener una experiencia de algo que no es ni posible ni no posible? ¿Cómo tener una experiencia de aquello que busca sustraerse a la presencia? ¿Cómo tener una experiencia de lo que se sustrae? Una experiencia del repliegue, pero de un retraerse que desarma y abre. Una experiencia de la palabra, pero la palabra implota y abre. Buscar lo indeconstruible, sabiendo que solo hablamos lo que se deconstruye. La palabra es soporte, pero Dionisio es lo impuro, es lo previo a la palabra, es insoportable. ¿Cómo hablar de lo previo a la palabra si todo es palabra? ¿Cómo tener una experiencia de lo imposible si la filosofía es lengua, es ente, es medida, es límite? ¿Cómo usar la palabra contra sí misma? ¿Cómo mostrar que en lo más recóndito de la pureza anida lo impuro? El loco llega al mercado con una linterna y grita que está buscando a Dios, pero como todos los cargan, se lamenta por su muerte. ¿Para qué lo buscaba si ya sabía que estaba muerto? Si busco lo que ya sé que no voy a encontrar, hay algo que se repliega, que se desactiva. Se desactiva el suponer que una búsqueda tiene sentido solo si alcanza su propósito. ¿Pero cuál es, entonces, el propósito de una búsqueda? ¿Y si buscar no fuese un medio para alcanzar un objetivo? ¿Y si fuese al revés? ¿Y si hubiesen, como sostiene Agamben, medios sin fin? El loco no decreta la muerte de Dios sino que lo desactiva. Lo vuelve inoperoso. Lo profana. Y en ese acto lo resucita. Lo vuelve contingente. Lo emancipa de su univocidad. Lo debilita. “¿Pero cómo hemos podido hacerlo? Lo más sagrado y poderoso que poseía hasta ahora el mundo se ha desangrado bajo nuestros cuchillos. ¿Quién nos lavará esta sangre? ¿Qué ritos expiatorios, qué juegos sagrados tendremos que inventar?”, insiste el loco de Nietzsche. Lo más sagrado que poseía hasta ahora el mundo. Sagrado. Separado. Toda religión no es sino una forma de separación, sostiene Agamben. Lo sagrado, separado del mundo. Sustraído al uso de los hombres. La víctima sacrificial mutilada y distribuida. Unas partes para el uso de los hombres. Otras partes separadas para los dioses. Separadas para el mundo separado de los dioses. En toda separación invierte también Agamben, hay siempre algo de religiosidad. “Lo más sagrado que hasta ahora poseía el mundo”. ¿Pero cómo podía tener el mundo algo sagrado, si lo sagrado es lo separado de este mundo? O no era sagrado (un falso sagrado), o este no es este mundo. A Dios no se lo mata con un cuchillo. Y no se desangra. ¿A quién matamos? De nuevo, el quién. No matamos a quién nos prestó la esponja, sino que matamos con la esponja. La esponja es el arma. Desactivamos. Borramos el horizonte. Y jugamos. “¿Qué nuevos juegos sagrados tendremos que inventar?” El juego sagrado. ¿Pero no hay en el juego una profanación de lo sagrado? ¿No desactiva el juego la pureza? En el juego, dice Agamben, pervive la experiencia religiosa. Pero hay juegos sagrados y juegos profanos. Todo es juego. Solo se trata disolver la separación. Tocar. Cuando alguien tocaba con sus manos, su cuerpo, su carne, los órganos mutilados de la victima sacrificial, automáticamente recuperaba esas partes para el uso de los hombres. Lo puro no admite impurezas. Hay juegos donde pervive secularizada la separación y hay juegos donde se toca, se contamina, se ensucia, se profana, se restituye. El capitalismo como religión, titula Benjamin. Separa y sustrae. El juego sagrado continúa. “¿Qué nuevos juegos sagrados tendremos que inventar?” El juego del final del juego. El juego profano. Aquel que fractura al acto sagrado. El juego que en su desacralización se reconcilia con su vocación originaria. El juego que desactiva. El juego impuro. En el acto religioso, dice Agamben, un rito se entrama con un mito y producen una totalidad. Pero en su secularización, el rito se ejecuta sin la metafísica del mito. O el mito se relata sin el rito; solo como un juego de palabras, como un cuento para niños que necesitan escucharlo para dormirse. Romper con el juego sagrado del capitalismo no es más que profanar el juego. Profanación de la secularización. El niño escucha el cuento que sabe cuento y sin embargo se entrega. Una y mil veces. Sobre todo, mil veces porque sin el cuento no se duerme. Hasta que se duerme. Y el cuento volvió a ser ese enjambre de palabras. El niño sabe que es un cuento y sin embargo, aun sabiéndolo, lo escucha y se duerme. Nosotros escuchamos todo el día y a toda hora, miles de cuentos. Y les creemos. O no les creemos, pero no nos dormimos. Para dormirse hay que tomarse en serio al cuento, porque lo sabemos cuento. La contingencia del juego no está en que nunca nadie se lo tome en serio, sino exactamente en todo lo contrario: en poder tomarse cada vez en serio lo que sabemos que puede ser de otra manera. El niño profana porque rompe con la separación. Lo obligan a tomar la sopa y le entregan una cuchara. Pero la cuchara es cuchara y también varita mágica, y también espada, y también bastón. Y también. ¿Se escribirá alguna vez una filosofía del también? No es una suma que integra ni que fusiona. No se trata de expansión, ni de ampliación, ni de acumulación. Se trata de un resto. El también es el resto que hace que todo pueda ser de otra manera. Todo el debilitamiento de la cuchara es su potencialidad de ser siempre también más que una cuchara. Profanarla. Disolver su soberanía. O arrojarla al mundo del también. En ningún otro lugar se juega tanto la soberanía como en la posibilidad de ser también. En la posibilidad infinita de cualquier cosa de ser también infinitas otras cosas. En la posibilidad de cualquier cosa incluso de negarse a sí misma. De ser también ella su propia negación. Negarse a sí misma para emancipar todas sus posibilidades. Así define Roberto Espósito el concepto de “voluntad de poder” en Nietzsche: como la posibilidad radical de cualquiera cosa de negarse a sí misma. De salirse de sí misma. De debilitarse. De ser contingente. Profanar es debilitar. Es cuestionar la univocidad, fracturar el unicato del sentido. Debilitar es borrar el horizonte. Todo se erige desde la fuerza de su propia afirmación. Lo fuerte es fuerte y lo que no es fuerte es no fuerte. El debilitamiento es otra cosa: es la esponja borrando el horizonte. “La fuerza está en la debilidad” dice Pablo en Corintios. Dios se vacía a sí mismo. Se vuelve esponja. La kenosis divina como desactivación de la unilinealidad ontológica. Dios ha muerto y en ese acto, dice Nietzsche, el hombre puede volver a creer. Dioses por doquier, de todos los colores, sabores y olores. Dioses para dormir, para enamorarse, para salvarse. Volver a ser niños y escuchar por milésima vez el cuento y dormirse. Dormirnos sabiendo que es un cuento. Dormirnos por eso. La muerte de Dios finalmente nos hace recuperar el sueño. Volver a dormir. Volver a jugar. ¿Por qué no un Dios que sabemos metáfora? ¿Por qué insistir en una teología de la separación? El capitalismo como religión. No poder dormir porque la cuchara solo es cuchara. No poder tocar la cuchara ya que su sacralidad reside en el dogma de su uso. La cuchara separada. La cuchara religiosa. Una cuchara sirve para tomar sopa. Y el niño, cuando juega, la ensucia. Pero por suerte, la cuchara siempre es también. Todo es siempre también. Todo es impuro porque todo puede ser de otra manera. Seguir soñando sabiendo que es un sueño. Como el niño que escucha el cuento y duerme. Como el loco que busca aunque sabe que no hay. Desactivar para que todo sea juego. Jugar para desactivar el sentido único. Profanar la soberanía del sentido. Contaminar. Contagiar. Ensuciar. Volver a matar a Dios cada vez que se corporiza separado. Cada vez que se vuelve dogma, violencia, propiedad, derecho. ¿Cómo se articularía un sistema de derecho si cada cosa puede siempre ser también otras cosas? ¿Cómo se articularía un sistema de derecho si cada uno puede ser también muchos otros? ¿Cómo se articularía un sistema de derecho si no hubiera separación, si no hubiera religión, si no hubiera univocidad? ¿Cómo se articularía un sistema de derecho para los profanadores, para los jugadores, para los niños? ¿Cómo se articularía un sistema de derecho elaborado por los profanadores, los jugadores, los niños? ¿Cómo se articularía un sistema de derecho si profanásemos la soberanía de la palabra? “Aquí, el loco se calló y volvió a mirar a su auditorio: también ellos callaban y lo miraban perplejos. Finalmente, arrojó su farol al suelo, de tal modo que se rompió en pedazos y se apagó”. ¿Pero qué dijo el loco? ¿Por qué rompió el farol? “Vengo demasiado pronto, dijo entonces, todavía no ha llegado mi tiempo”. ¿Pero no es el tiempo siempre un todavía? Dice Agamben que no hay revolución que no comience con una revolución en nuestra concepción del tiempo. Y aunque el rey tome todo mi tiempo, siempre hay un resto para dar. En esa cuchara, en esa búsqueda, en ese cuento. Un resto que no permite que la totalidad sagrada cierre. Un resto profano, sucio, impuro.

Ponencia en el marco del Coloquio Homenaje a Jacques Derrida: la soberanía en cuestión
Octubre 2014