lunes, 24 de marzo de 2014

Pensar la memoria


Hay una famosa historia que cuenta Platón en el libro Fedro, donde un inventor lleva a un rey la novedad de la escritura desconocida para ese pueblo. “¿Para qué sirve?”, pregunta el rey. “Para asegurar la memoria”, responde el inventor. Lo que permanezca escrito facilitará el recuerdo y de alguna manera economizará el esfuerzo que implica tener que estar todo el tiempo recordándolo todo. El rey se lleva el invento y al otro día convoca al inventor y lo manda matar. Se da cuenta de la ambivalencia: lo que puede ser un remedio contra el olvido, puede convertirse en un veneno para la memoria. Por suerte, Jacques Derridá nos subraya que la palabra griega pharmakon se usa tanto para significar remedio como veneno. La ambivalencia es mucho más profunda.
El pueblo puede perder el ejercicio de la memoria en la medida en que se exteriorizan los dispositivos para el recuerdo. La escritura facilitaría tanto la tarea que dejaría ya de ser una tarea. Hay un punto donde la memoria no puede dejar de ser un ejercicio, una búsqueda, un acto de amor. Nunca es definitiva por que la temporalidad siempre está en movimiento. El pasado nunca es el pasado, sino un horizonte abierto que se va construyendo desde un presente que nunca es un presente. Por eso, hay una zona ambigua, una fractura ontológica, una fisura que separa la memoria del pasado. Nunca pueden coincidir ya que si así fuera, se acabaría el tiempo. Esa es la tragedia de Funes el memorioso: lo insoportable no es recordarlo todo, sino la disolución del presente.
Se trata de desmontar matrices que en sus idealizaciones producen vaciamientos de sentido. El sueño de un acceso absoluto al pasado desmerece cualquier ejercicio de la memoria. Si el ideal es saberlo todo, todo saber se vuelve incompleto. En todo caso, la tecnología cada vez más provee la infraestructura necesaria para generar el archivo universal del universo. ¿Pero qué tendría que ver este archivo con la memoria? La memoria es selectiva. Y lo es porque el ser humano es contingente. Y lo es porque nada en la realidad permanece por fuera del tiempo. Claro que frente al ideal del recuerdo absoluto, una memoria selectiva parece pecar de arbitrariedad, cuando nada hay más arbitrario que una idealización que niega la condición de lo real.
Se trata de volver al indecidible de Derridá: ¿remedio o veneno? La solución es ilógica: ambas cosas. La memoria no tiene que ver con el recuerdo sino con el futuro. Esa es su ambigüedad primera. Lo ilógico es que el pasado se mueva todo el tiempo; y se mueve porque el presente no existe sino en movimiento. Todo abordaje al pasado se realiza desde el presente que a través de la memoria va reinventándose a sí mismo. Por eso, cada vez que volvemos hacia el pasado, lo reconcebimos ya que nuestra propia realidad ya es otra, y en ese movimiento modificamos también nuestros relatos originarios.
Pero por sobre todas las cosas la memoria es un hecho político, y por ello siempre es en relación aun otro. La memoria es una narración, pero si se narra hay una palabra que se enuncia y otra que se escucha. Y muy pocas veces ambas palabras, que son la misma, logran coincidir. La memoria es un hecho político en el sentido ético de la política. Se intenta todo el tiempo hacer justicia con los derrotados de la historia, pero como en general los derrotados ya no están, el hacer justicia se vuelve un hecho redentivo. Así, el presente se va construyendo en el intento de hacer cumplir la utopía irrealizada de los muertos. Y una vez más, se trata de un imposible. Por eso Benjamin, la asocia con lo mesiánico. Será que el día después del último día la memoria ya no sea necesaria porque estarán debidamente redimidos. ¿Pero quién dijo que acabará el tiempo? ¿Y quién dijo que comenzó?
Es extraño que pretendamos una historia absoluta cuando nuestra manera íntima de narrarnos a nosotros mismos se encuentra sujeta a toda una serie de mecanismos interpretativos. Ninguno de nosotros lo recuerda todo de su propia vida y no ve en ello una carencia. Incluso nos volvemos a cada rato nuevos escribientes de segundas y terceras versiones de los mismos sucesos, y así los exasperamos o los diluimos de acuerdo al paso del tiempo y de nuestros propios cambios. Así funciona la memoria. En esa zona ambigua que nos hace concientes de ser al mismo tiempo una unidad y pura diversidad. La memoria es clave para nuestra conciencia identitaria. Ser un yo es antes que nada sostener una unidad subyacente a todos nuestros actos. Hay un mismo sujeto por detrás de los diferentes acontecimientos que vamos padeciendo. Nos recordamos siendo los mismos, ¿pero somos los mismos? Somos y no somos los mismos. La identidad es básicamente la aceptación de esta nueva paradoja: todo el tiempo estamos siendo otros y al mismo tiempo los mismos. Y por ello ninguna letra muerta por sí sola puede alcanzar para la transmisión de la memoria, esto es, de lo que somos.
Transmitir es traducir y como dice la fórmula: traducción es traición. Y de transmisión deriva tradición que es cualquier cosa menos un pasado momificado. Siempre se habla desde una tradición. La tradición nos habla y en ese acto se transforma. Cada paso hacia adelante es también una reinvención del pasado. Y sin embargo, algo pasó, pero todo lo que diga ya es otra cosa. De allí la pregunta de siempre: ¿hay un límite o hay ambigüedad? No puedo ni quiero ni debo olvidar cuando como docente en la enseñanza media observé cómo dos alumnos preparaban un machete para una prueba de historia y uno de ellos anotaba en un papelito que luego escondía bajo la manga: “desaparecidos – 30.000”. No se lo saqué. Creo que aprobó con diez...

Texto publicado en el número 24 de "Nuestra Cultura", publicación trimestral de la Secretaría de Cultura de la Nación