jueves, 28 de marzo de 2013

¿Es posible pensar el futuro?


Pensar el futuro es pensar el presente. Todo lo que podamos decir sobre el mañana, lo decimos desde el hoy. El hoy es totalizante. Es desde el presente que interpretamos el pasado y proyectamos el futuro. Nadie puede prescindir de su momento, de su contemporaneidad, aunque podría ser posible mantener una relación con el presente que no se resigne a la mera complacencia. Ser contemporáneo, nos enseña Agamben, es siempre colocarse en ese lugar extraño donde las luces y sus sombras convergen ambiguamente. No dejarse deslumbrarse por las luces de la época, pero tampoco opacar. Poder habitar esos márgenes desde los cuales el presente se nos muestra con sus apuestas y con sus absurdos. Nadie puede prescindir de su momento y sin embargo muchos hacen de su momento el tiempo todo. Y cuando piensan el futuro, lo hacen extrapolando los valores dominantes de su tiempo, configurando el mañana desde los marcos del hoy. Es una actitud que la antropología denomina etnocentrismo y que en filosofía podríamos llamarla etnocentrismo temporal: todo se mide desde las creencias del presente. El problema es que el presente dista de ser ideal y entonces se reproducen sus mismas deficiencias a la hora de pensar el futuro. La atadura que nuestra concepción del futuro parece tener con el presente es definitivamente incuestionable. Nadie puede pensar algo que todavía no se ha presentado. Y algo peor: cuando el futuro llega, solemos querer adecuarlo a esas proyecciones y en ese acto lo perdemos. El futuro es siempre un otro, un extranjero diría Derridá, algo que sabemos que va a arribar, pero nunca sabemos cómo y menos con qué. Todo lo que podemos decir de ese otro no es más que lo que decimos hoy de nosotros mismos, y por eso el futuro no es. O en todo caso, si es algo, no es más que una figura espectral, una especie de sombra de nuestro presente. Siempre que abordamos cualquier otredad, para comprenderla, la “desotramos”, le descontamos su particularidad para hacerla entendible, ya que solo podemos comprender lo que se nos presenta en nuestra contemporaneidad.  Por eso, una vez más con Agamben, tal vez se trate de colocarse en ese lugar marginal que nos permite deconstruir el presente para visualizar su historia y de ese modo abrirnos a lo que viene.
Deconstruir, una tarea propia de la filosofía de nuestros tiempos. Un propósito clásico de la filosofía en tanto pone todo en cuestionamiento e intenta vislumbrar los recorridos que han hecho ciertos conceptos para instalarse como naturales. La deconstrucción es la apertura de aquello que se nos presenta cerrado, entendiendo que hasta lo más compacto proviene de una mixtura. Deconstruir como tarea filosófica es poder hacer la historia de nuestras verdades y descubrir tras ellas su propia motivación, su interés, su proveniencia oculta. Es una actitud temporal que busca en el pasado la escritura del presente, pero sobre todo lo hace con el objetivo de dejar que el futuro llegue y no se encuentre sometido ni condicionado a las formas contemporáneas. O dicho de otro modo: el futuro siempre llega. Siempre llega igual, aunque lo entendamos o no lo entendamos. Aunque lo manipulemos o no lo manipulemos. Hay algo de gratuidad en el tiempo. El tiempo se nos da. El tiempo nos excede. Cuanto más abiertos estemos a lo que viene, más lugar le daremos a lo imprevisible. ¿Qué es lo imprevisible? El nombre del futuro…
Las nuevas generaciones o son la expansión de lo que hoy somos o no sabemos nada de ellas. Si son la expansión de lo que somos, o bien nos continuarán, o bien nos negarán; pero siempre estarán atadas a lo que hoy somos. Pero si nosotros en nuestros tiempos, en virtud de un trabajo de deconstrucción, hacemos de lo que somos algo abierto, cambiante, en incesante transformación, y sobre todo, entendiendo que lo que somos siempre puede ser de otra manera, es muy probable que el futuro llegue en su más imprevisible otredad. Las nuevas generaciones llevan un don que no implica nada religioso ni metafísico, sino algo estrictamente existencial: se van a dar. O sea, van a venir. Algo siempre sobrevendrá más allá de nuestra voluntad o de nuestros intentos de sometimiento. El futuro no es domesticable. Solo es domesticable el sentido que le damos en el presente, pero cuando el futuro llega, derriba todo mito, toda expectativa, toda condición. El futuro nos sobrepasa y en su imprevisiblidad nos libera. Mucho de la libertad se juega en este estar abierto, o dicho con todas letras: no hay libertad si el futuro ya está determinado. Sobre todo porque cualquier determinación es hecha por alguien y con algún motivo. Y seguro que no es para todos. Walter Benjamin entendía el futuro como un final del tiempo donde reinara la justicia para cada uno de los derrotados de la historia. Ese final del tiempo redimiría a todos los que vivieron su propio presente desde la derrota. Por eso su redención supone el final del tiempo, ya que nuestra historia lineal ha sido escrita por los vencedores, pero sobre todo ha sido escrita desde el presente triunfante. Dice Agamben que no hay una verdadera revolución si antes no se produce una revolución en nuestro sentido del tiempo: las nuevas generaciones no serán ni nuevas ni generaciones. Serán algo imprevisible y por eso libres.   

Publicado en el portal Educ.ar a fines de Noviembre del 2012 

Pensar la juventud es también pensar la política


Pensar la juventud es pensar el tiempo, no tanto por tratarse de un período de la vida, sino porque cualquier cosa que digamos de ella, se encuentra siempre enmarcada en una cierta concepción del tiempo. No hay una única manera de pensar el tiempo, aunque haya una dominante. Por ejemplo, no es lo mismo pensar la vida como un proceso que se va desplegando con los años, donde cada nueva etapa supera, contiene y ejecuta las anteriores; que pensarla como una explosión de acontecimientos inaugurales, donde una y otra vez pretendemos volver a empezar. En el primer caso, la juventud sería la etapa donde se plantean los proyectos cuya consumación siempre se realiza en la adultez. En el segundo caso se trataría más bien de recuperar la juventud para revolucionar el momento y volver una vez más sobre el origen. En el primer caso, ser joven es la postulación de un proyecto que debe sustanciarse a lo largo de la vida. En el segundo caso, la vida suele perderse en proyectos de otros y por ello recuperar nuestra capacidad inaugural e inédita es un acto revolucionario.  
Giorgio Agamben sostiene que una verdadera revolución tiene que empezar revolucionando nuestra concepción del tiempo. Para eso retoma a Walter Benjamin y su crítica al tiempo como secuencia lineal que solo parece cobrar sentido en su realización productiva. Como si el tiempo existiera para que el ser humano fuera produciéndose a sí mismo según el modelo de la productividad industrial: de joven creí que tenía que ser médico, filósofo, contador o artista, y la vida es esa cadena de montaje donde me voy produciendo según los cánones de calidad vigentes.  Impresionante metáfora de claras reminiscencias cristianas que entiende que el sentido de la historia del mundo solo se encuentra en su salvación final: sobre todo porque en la juventud parece haberse producido el pecado. Por eso para Benjamin, interrumpir el tiempo es sacarlo de la linealidad donde cada etapa parece poseer entidad en la medida en que preceda a otra más plena.
De hecho, tal vez lo interesante sea poder sustraer a la juventud de estos esquemas productivistas y que ser joven no sea una etapa más a superar en una madurez que siempre la completa o la redime, ni que tampoco cargue con el peso del productivismo utópico: ser joven es apostar por las utopías y emprender su praxis en la historia. Plantearnos en la juventud el proyecto de ser o empresarios o revolucionarios, y después medir cuán cerca hemos estado de su concreción, hacen de ambos proyectos lo mismo: subsumen cada etapa en una totalidad que no nos pertenece.
Tal vez se trate de recuperar de la juventud su espíritu inaugural. Hay un tiempo de comienzos, de proyecciones, de originalidad, de invención que vale en tanto tiempo de inicio. Los inicios no necesariamente valen en la medida en que produzcan algo después. Se puede pensar al revés: recuperar el inicio es una forma de desmontar aquellos proyectos que en una cultura dominada por el éxito, la estrategia  y el cálculo, han ido perdiendo su propósito originario. Ser joven es poder cada vez desmarcarse de los discursos hegemónicos para buscar volver sobre el sentido. Cuestionar es una manera de interrumpir. Interrumpir es una figura de la política.
Pensar la juventud es también pensar la política, pero en ese registro según el cual la política es la exigencia de lo imposible. Lo imposible no tiene que ver con un ideal utópico irrealizable, sino todo lo contrario: tiene que ver con poder distanciarse de las concepciones lineales que solo dan lugar a lo posible. Hay una novela de Italo Calvino, Si una noche de invierno un viajero, que se construye con la narración de diez comienzos probables, todos muy diferentes entre sí, y la novela solo es eso, el encadenamiento de sus diez probables inicios. Algo en el tiempo se desarticula cuando a lo largo de la vida nos damos la posibilidad de esa imposibilidad: volviendo cada vez sobre el origen, nunca dejamos de ser jóvenes.   

Publicado en Perfil, 31 de Diciembre del 2012

¿Todo es envase o todo es contenido?


¿Por qué nos importa tanto la belleza? ¿Nos importa más o menos que el bien? ¿Nos importa más la ética o la estética? ¿Preferimos ser bellos o buenos? Hay un famoso ejercicio mental que dice que nos dolería mucho más ser tratados por el otro como feos que como malas personas. ¿Será así? Y si es así, ¿qué nos dice esta supuesta elección de nuestros valores de época? ¿De qué belleza hablamos?
La conclusión rápida consiste en asociar lo bello con lo superficial y así hablar de tiempos descomprometidos, tanto en las prácticas sociales como en la introspección individual. Esta asociación divide aguas rápidamente colocando a la belleza del lado de las formas y reservando el espacio de la profundidad para la ética. Es que según cierta tradición, el bien y la belleza, junto a la verdad constituían un trípode inseparable. Pero con la Modernidad estas esferas se fueron autonomizando y la belleza fue confinada a un segundo plano, más cerca del placer, del gusto, y por ello de las superficies.
Tal vez la pregunta de época sea repensar qué es la superficialidad. Proclamar el bien como un mantra vacío repitiendo dogmas y panfletos del poder, no tiene mucho de profundo: en especial cuando asistimos a las peores atrocidades de la historia en nombre de la ética. Hay una idea de Nietzsche que sostiene que la profundidad es otra figura de lo superficial, ya que en definitiva no somos más que bordes, textualidades, cuerpos.
Vivimos tiempos de estetización de la existencia. Esto significa no solo que lo bello se vuelve un valor determinante, sino que muchas dimensiones humanas se encuentran regidas por criterios estéticos: el envase no se distingue del contenido. Pero entonces, ¿todo es envase o todo es contenido?
Justamente no se trata del predominio de la belleza consumista, sino de todo lo contrario: nada parece más profundo como recorrer estas superficies que somos de las más múltiples maneras. La belleza que rige nuestro deseo de reinventarnos todo el tiempo a nosotros mismos.

Publicado en Clarín el 20 de Enero del 2013 

Notas sobre lo humano. Entre el animal y la técnica


Aunque siempre la condición humana se haya ido constituyendo a sí misma en conexión esencial con la técnica, en nuestra cultura se fue generando una separación radical entre ambas dimensiones. Por eso, cuando pensamos a la tecnología, solemos hacerlo como si fuera una instancia exterior al ser humano con quien se puede relacionar tanto de manera positiva como negativa.
De hecho, según resume Mercedes Bunz en La utopía de la copia, suele haber dos formas canónicas de explicar la relación entre el hombre y la técnica: una optimista y otra pesimista. La optimista entiende a la tecnología como una proyección de la naturaleza humana que logra por medios artificiales expandir las funciones propias del ser humano. Así, un martillo se vuelve un puño más fuerte, un automóvil es visto como una extensión veloz de nuestras piernas, o una computadora no es más que un cerebro con mayor potencialidad liberado de las limitaciones propias del cuerpo humano. Es que la clave de esta versión optimista se encuentra en cuestionar la degradación a la que conduce la finitud de nuestro aspecto material, para colocar en la tecnología la utopía de una naturaleza humana sin su encorsetamiento corpóreo. La tecnología de este modo mejora y realiza lo que por esencia somos.
La versión pesimista entiende al contrario que en algún momento del desarrollo de la técnica, el ser humano fue perdiendo el propósito. La tecnología se emancipó de su motivación original y terminó creando un nuevo mundo artificial que reemplazó uno a uno los rasgos propios de lo humano hasta destruir su naturaleza. Así, nuestras vocaciones, nuestras necesidades, pero también nuestros vínculos, tomaron nuevas formas más superficiales y más al servicio de las sociedades del hiperconsumo. Ya no bebemos, sino que compramos marcas de gaseosas; ya no caminamos, sino que los medios de transportes nos transportan de acuerdo a sus intereses; ya no nos conectamos con la naturaleza, sino con una red virtual de la cual no nos podemos desconectar. Hay una naturaleza humana que se ha perdido, absolutamente enajenada por una sociedad postindustrial que nos convierte en usurarios. Para esta versión pesimista, la tecnología es la gran responsable de la actual crisis del humanismo.
Resulta interesar poder hacer un ejercicio de rompimiento de este pensamiento lineal, repensando la relación entre el ser humano y la tecnología desde otro lugar. ¿Y si no se trata de dos instancias separadas de modo excluyente, sino que ambas se condicionan de manera esencial? ¿Qué significaría esto? Tal vez, la propia idea de una naturaleza humana se encuentra inextricablemente ligada con las transformaciones de la técnica. O como sostiene Roberto Espósito recuperando el pensamiento de Pico della Mirándola: tal vez la naturaleza del hombre no sea más que estar todo el tiempo reinventando su propia naturaleza.
Es que el problema tanto de la posición optimista como de la pesimista es acordar en la existencia de una esencia de lo humano en sí misma, inmutable, inmodificable, como una especie de núcleo duro que define lo que somos y que se mantiene incólume a lo largo de la historia. Pero si así fuera, ¿cuál sería esa definición? ¿Por qué valdría la actual, por ejemplo? ¿Valdría más por ser la más reciente? La historia de la cultura fue mostrando transformaciones permanentes en lo que entendemos como ser humano, ¿por qué se detendría justo ahora? ¿No es evidente que dentro de algunos años una vez más todo este dispositivo de saber cambie?
Y así como se pone de manifiesto la diversidad de concepciones que han regido a lo largo de los años, se puede también vislumbrar que no hay definiciones de lo humano en la que acuerden todos los humanos. Hay un discurso científico actualmente vigente que intenta definir al ser humano y que puede instalar esta definición en virtud del lugar hegemónico que ocupa hoy la ciencia en Occidente. Pero ha sido sobre todo el darwinismo quien más ha cultivado la idea de que todo es contingente cuando se trata de la vida. Un darwinismo al que se lo suele leer exactamente en sentido inverso.
¿Qué es la contingencia de la vida? Es entender que la evolución de las especies no sigue una línea meritocrática. No sobreviven los que mejor se adaptan a las circunstancias, sino que las mutaciones siempre son azarosas y por ello sobreviven los que ante las nuevas circunstancias (climáticas, por ejemplo) han mutado previamente por azar y así coinciden con el nuevo escenario. Ni el hombre es la mejor especie del universo, ni este ser humano es la última etapa de ningún proceso evolutivo. Somos contingentes, somos por azar, somos tránsito y no hay una meta prefijada.
La tecnología, en este sentido, se vuelve indisolublemente nodular en las transformaciones de lo humano. No es un elemento externo, sino parte misma de lo humano. Y así como fuimos amebas o simios, también somos cyborgs, esa figura que nos muestra como una mixtura entre lo natural y lo artificial. Hay un interesante relato que coloca al ser humano entre lo animal y lo técnico, pero sobre todo resulta interesante porque nos coloca en un “entre”, es decir en algo no cerrado ni definitivo, sino en permanente estado de reinvención. Por ejemplo, el lenguaje es una técnica que nos constituye y ya no somos por fuera de la lengua. Y de esta manera la mayoría de las creaciones tecnológicas nos muestran un escenario diferente que puede pensarse por fuera de la dicotomía entre la versión optimista y la pesimista.
En ese sentido y según otro ejemplo, la postura optimista valorará la irrupción en nuestra cotidianeidad del celular como una técnica que mejora y potencia notablemente nuestras posibilidades comunicacionales. La posición pesimista por el contrario, nos predicará que el celular decide por nosotros cuando comunicarnos y cuando no. Pero lo que es claro es que desde el apogeo de los celulares, se ha producido una transformación profunda en muchos aspectos de nuestra vincularidad con los otros. Desde la conciencia de estar siempre on-line, hasta la irrupción de nuevos lenguajes como el mensaje de texto o las mismas redes sociales que modifican no solo formas de expresión, sino la naturaleza misma de nuestra identidad. De hecho, la idea misma de red nos exige cambiar nuestra concepción del lugar del individuo, acostumbrado tradicionalmente a colocarse como centro y ombligo de todos sus contactos, por una idea más cercana al nudo como encuentro casual o entrecruzamiento contingente, rizomas que van creando sujetos aleatorios.
Hablar de identidad con las nuevas tecnologías –al igual que hablar de lo real, por ejemplo- supone una vez más desmarcarse del pensamiento dicotómico, deconstruirlo. Ni las redes sociales de la virtualidad informática como Facebook o Twitter ayudan a que cada persona se expanda mejor a sí misma, ni tampoco todo lo contrario y las redes sociales han aniquilado completamente al yo. Las nuevas tecnologías de la informática transforman la idea misma de identidad, evidenciando que las personas -como bien se visualiza en el origen del término que asocia “persona” con “máscara”- somos muchas en una; o que para no caer en una militancia esquizofrénica, todos somos otros; o como decía Nietzsche, el yo es un campo de batalla. Y así esta contingencia del yo se plasma en todas sus expresiones, en cada perfil con el que nos narramos a nosotros mismos, todo el tiempo de modo diferente.
La tecnología, por último también afecta al arte, pero no se trata de un condicionamiento externo, sino esencial. Ya Benjamin leyendo a Baudelaire, analizó cuidadosamente desde el impacto de la fotografía en la nueva pintura abstracta hasta las potencialidades de la nueva obra de arte reproducida. No se puede simplemente leer a la tecnología en la música como la capacidad desarrollada para producir copias de modo masivo. Una grabación ya hace rato que no se entiende solo como una copia de un original, sino que hay un original que surge de la misma tecnología en su conexión esencial con la música. El cine es tal vez la mejor expresión de un arte surgido desde la tecnología que fue dejando -y muy rápido- su identidad como mera puesta en la pantalla de una obra de teatro, creando un género propio que debe todo al uso creativo y subversivo de la tecnología de imagen.
¿Cómo serán los próximos recorridos? ¿Cuál es el lugar del actor en estos esquemas? Tal vez lo interesante sea poder salirnos del esquema binario que, o bien celebraría a las nuevas tecnologías como accesorios que eficientizan el trabajo actoral, o bien insistirían desde una versión pesimista y tradicional en declarar la muerte del actor. Nuevas transformaciones, nuevos desafíos.

Publicado en Revista Arlequín (SAGAI) a fines de marzo del 2013

La pregunta por el límite (sobre el marketing de la muerte)

En toda discusión sobre el consumo de la muerte, se entremezclan dos variables antagónicas con valores opuestos: por un lado, la figura de la empresa que en su ansiedad acumulativa ignora intencionalmente los efectos colaterales de sus productos dañinos; pero por otro lado, la figura de cierto héroe, transgresor, que lleva su radicalidad al extremo de coquetear con la muerte o blandir una especie de osadía intrépida. Ambas variables suponen en todo caso una misma realidad: aquella por la cual hay un sistema económico que encuentra siempre las maneras de birlar sus propios condicionamientos ético-jurídicos que, el héroe intrépido pone en evidencia con una militancia del descuido que muestra las fisuras de este mismo sistema. Hay un mismo patrón que opera en la producción de cigarrillos y en el consumo exagerado de quien ostenta desinteresarse por su propia salud en beneficio de su libertad y de su placer: las normas de cuidado de la vida no sirven para nada. Toda legislación sanitaria carece de sentido si se venden productos que nos causan la muerte de modo directo. Pero al mismo tiempo se abre toda una zona de debate sobre la naturaleza misma de la salud y los efectos nocivos de ciertos productos: según se sabe, comer comida chatarra durante un mes causa síntomas parecidos. Y a nadie se le ocurriría legislar en contra de la industria alimentaria. La pregunta que retorna una vez más es cuál es el límite de la ley, o sea, cuál es el límite del Estado. No se observan diferencias químicas que justifiquen que la marihuana esté prohibida, el tabaco sea legal pero con aviso de muerte inminente y el alcoholo se venda junto a los caramelos. Evidentemente los motivos siempre son otros y mientras funcione la apariencia de una sociedad de la seguridad sanitaria, entre otras seguridades, no hay grandes motivos de alarmas. Quiero decir, mientras algo esté prohibido, los cuidados tienen donde concentrarse. Una muerte por alcohol o incluso por tabaco parece que es una imprudencia del que consume, pero una muerte por sobredosis de alguna droga es un problema social que requiere poner todos los acentos en el vacío existencial de una juventud supuestamente perdida por la ausencia de valores y no por la exacerbación de un sistema de consumo compulsivo que hace de la persona una mera maquinaria tragamonedas que explota el día que las monedas se acaban. Los chivos expiatorios siempre han funcionado más que como conjura de la violencia, también como su invisibilización. Es la lógica de la economía, o como empezó a sembrar Foucault, de la biopolítica. Cuenta Espósito en Bios que en una provincia en China, grandes poblaciones sumidas en la pobreza venden el plasma de su sangre para ganar algo de dinero. Sin embargo, en el acto en el cual se les vuelve a inyectar los glóbulos rojos para reponerse y poder otra vez reiniciar el proceso, uno solo que esté infectado de HIV contagia a toda la población. Ya no se trata de una cuestión ética, sino estrictamente económica: los cuerpos biológicos mismos se convierten en mercancía.  El marketing de la muerte alcanza un punto de no retorno. 

Publicado en Revista Ñ, fines de marzo del 2013