sábado, 1 de junio de 2013
sábado, 18 de mayo de 2013
jueves, 4 de abril de 2013
Aquí
Aquí. Lo cercano y lejano. Ese cruce ambiguo donde comienza a constituirse el sentido. Lo que está muy cerca desborda la palabra, la deja chiquita. Lo que está muy lejos permite adorno, sofisticaciones. Poner en palabra parece ser la única manera de transmisión, pero la palabra aleja. A menos que en su ruptura se vuelva creación. Crear nunca es desde la nada porque la nada no existe. Salvo en la ESMA. O en la ex-ESMA. O en ese guión que fractura lo que ya no es de lo que nunca tuvo que haber sido. Subimos al tercer piso del Casino de Oficiales. Ni cercano ni lejano. Ni. Otro espacio que no nombra ni deja ausencia. Nadie quiere ser creativo con el horror, pero todos necesitamos que el testimonio perdure. Se haga palabra; o mejor, se haga corazón. Tic tac, tic tac. Creo estar escuchando los corazones de los muertos, pero no son fantasmas. La memoria no tiene que ver con los muertos, sino con lo pendiente. Ni siquiera morir es un problema. Todos vamos a morir. También los torturadores. ¿No les pasa que después de visitar este tercer piso, durante días, miramos a la gente con otro rostro? ¿Pero quién tiene el rostro cambiado? Lo que hiere es otra cosa. Hiere saber que en este tercer piso se había industrializado el terror. Recuerdo a una novia en mi adolescencia que vivía en un tercer piso y también subíamos por la escalera. Creo que todo en última instancia tiene que ver con el amor. O con el odio que es lo mismo. Siempre me pregunto por aquellos que trabajaron en la tortura y hoy cuidan su jardín o pintan sus paredes. La gran tragedia del ser humano es que no puede olvidar. Y hasta cuando olvida no olvida, porque lo que olvida, sabe que lo olvida. Cuánta gente habrá pasado por Libertador fijando su mirada en alguna ventana de este tercer piso. Cuando tenía diez años mis padres me llevaban a un club aquí cerca cruzando la Avenida General Paz. Seguro que pasábamos por aquí y más que seguro que alguna vez habré preguntado. No lo recuerdo, pero es seguro. No hay olvido. Me encantaría que los ángeles existieran y que uno de ellos se haya dedicado a contar las veces que miradas que no veían posaban la vista en las ventanas del tercer piso del Casino de Oficiales. Le decían Capucha. Hoy recorremos sus restos. Leemos sus carteles con los testimonios de los sobrevivientes. Ya no hay nada. Un resto no es estrictamente una nada, sobre todo porque la nada no es nada. La experiencia de la nada angustia, pero experimentar la nada es no experimentar nada. Cosa muy distinta a que te reduzcan a nada. No tiene nada que ver con la muerte. La muerte hasta puede ser –si quisiéramos- una experiencia grata: la experiencia del final de la experiencia. Otra cosa es que te expropien no solo la existencia, sino también la propia muerte. Ni vivos ni muertos. Otra vez el ni. Ni vivos ni muertos, desparecidos. Ese proceso de destrucción sistemática de la persona. De cualquiera de las personas que yacía aquí en este tercer piso. El resto es el testimonio. Aquí no queda nada. Los carteles incluso sobran. Las paredes. El techo. Alguien cuenta que parece que Massera una vez festejó el cumpleaños de su hija y una invitado vio justo cuando ingresaban a alguien encapuchado. ¿Puede alguien después de haber visitado Capucha volverse a poner una capucha? No se si la memoria es pedagógica. Es política. Define una sensibilidad. Hay gente que sigue pasando por Libertador y a sabiendas de la historia, continúa mascando chicle. Y siente en lo más profundo del paladar un fuerte sabor a frutilla. Aquí se destruían los paladares y se lograba así hacer perder toda dimensión de distancia. De cercanía o lejanía. De palabra. Los restos no se hacen de palabras, sino de restos. La palabra embellece y aquí no puede haber belleza. Y si la hay, ya no es aquí. Por eso ni siquiera es un museo. Ni siquiera es un lugar. Es solo una herida y abierta. Ni la justicia la puede cerrar. Solo el tiempo, a veces; o solo el final de tiempo, si lo hay. Tal vez lo humano no sea más que esta fractura entre lo que nunca pensamos que llegaríamos a hacer y lo que no podemos creer que hemos hecho. Tal vez lo humano no sea más que una fractura. Entre lo cercano y lo lejano. En ese cruce ambiguo donde comienza a constituirse el sentido. A menos que esta fractura se vuelva creación. Crear nunca es desde la nada porque la nada no existe. Salvo en la ESMA. O en la ex-ESMA. O en ese guión que fractura lo que ya no es de lo que nunca tuvo que haber sido. Aquí.
jueves, 28 de marzo de 2013
¿Es posible pensar el futuro?
Pensar el futuro es pensar el presente. Todo lo que podamos
decir sobre el mañana, lo decimos desde el hoy. El hoy es totalizante. Es desde
el presente que interpretamos el pasado y proyectamos el futuro. Nadie puede
prescindir de su momento, de su contemporaneidad, aunque podría ser posible
mantener una relación con el presente que no se resigne a la mera complacencia.
Ser contemporáneo, nos enseña Agamben, es siempre colocarse en ese lugar
extraño donde las luces y sus sombras convergen ambiguamente. No dejarse
deslumbrarse por las luces de la época, pero tampoco opacar. Poder habitar esos
márgenes desde los cuales el presente se nos muestra con sus apuestas y con sus
absurdos. Nadie puede prescindir de su momento y sin embargo muchos hacen de su
momento el tiempo todo. Y cuando piensan el futuro, lo hacen extrapolando los
valores dominantes de su tiempo, configurando el mañana desde los marcos del
hoy. Es una actitud que la antropología denomina etnocentrismo y que en
filosofía podríamos llamarla etnocentrismo temporal: todo se mide desde las
creencias del presente. El problema es que el presente dista de ser ideal y
entonces se reproducen sus mismas deficiencias a la hora de pensar el futuro.
La atadura que nuestra concepción del futuro parece tener con el presente es
definitivamente incuestionable. Nadie puede pensar algo que todavía no se ha
presentado. Y algo peor: cuando el futuro llega, solemos querer adecuarlo a
esas proyecciones y en ese acto lo perdemos. El futuro es siempre un otro, un
extranjero diría Derridá, algo que sabemos que va a arribar, pero nunca sabemos
cómo y menos con qué. Todo lo que podemos decir de ese otro no es más que lo
que decimos hoy de nosotros mismos, y por eso el futuro no es. O en todo caso,
si es algo, no es más que una figura espectral, una especie de sombra de
nuestro presente. Siempre que abordamos cualquier otredad, para comprenderla,
la “desotramos”, le descontamos su particularidad para hacerla entendible, ya
que solo podemos comprender lo que se nos presenta en nuestra
contemporaneidad. Por eso, una vez más
con Agamben, tal vez se trate de colocarse en ese lugar marginal que nos
permite deconstruir el presente para visualizar su historia y de ese modo
abrirnos a lo que viene.
Deconstruir, una tarea propia de la filosofía de nuestros
tiempos. Un propósito clásico de la filosofía en tanto pone todo en
cuestionamiento e intenta vislumbrar los recorridos que han hecho ciertos
conceptos para instalarse como naturales. La deconstrucción es la apertura de
aquello que se nos presenta cerrado, entendiendo que hasta lo más compacto
proviene de una mixtura. Deconstruir como tarea filosófica es poder hacer la
historia de nuestras verdades y descubrir tras ellas su propia motivación, su
interés, su proveniencia oculta. Es una actitud temporal que busca en el pasado
la escritura del presente, pero sobre todo lo hace con el objetivo de dejar que
el futuro llegue y no se encuentre sometido ni condicionado a las formas
contemporáneas. O dicho de otro modo: el futuro siempre llega. Siempre llega
igual, aunque lo entendamos o no lo entendamos. Aunque lo manipulemos o no lo
manipulemos. Hay algo de gratuidad en el tiempo. El tiempo se nos da. El tiempo
nos excede. Cuanto más abiertos estemos a lo que viene, más lugar le daremos a
lo imprevisible. ¿Qué es lo imprevisible? El nombre del futuro…
Las nuevas generaciones o son la expansión de lo que hoy
somos o no sabemos nada de ellas. Si son la expansión de lo que somos, o bien
nos continuarán, o bien nos negarán; pero siempre estarán atadas a lo que hoy
somos. Pero si nosotros en nuestros tiempos, en virtud de un trabajo de
deconstrucción, hacemos de lo que somos algo abierto, cambiante, en incesante
transformación, y sobre todo, entendiendo que lo que somos siempre puede ser de
otra manera, es muy probable que el futuro llegue en su más imprevisible
otredad. Las nuevas generaciones llevan un don que no implica nada religioso ni
metafísico, sino algo estrictamente existencial: se van a dar. O sea, van a
venir. Algo siempre sobrevendrá más allá de nuestra voluntad o de nuestros
intentos de sometimiento. El futuro no es domesticable. Solo es domesticable el
sentido que le damos en el presente, pero cuando el futuro llega, derriba todo
mito, toda expectativa, toda condición. El futuro nos sobrepasa y en su
imprevisiblidad nos libera. Mucho de la libertad se juega en este estar
abierto, o dicho con todas letras: no hay libertad si el futuro ya está
determinado. Sobre todo porque cualquier determinación es hecha por alguien y
con algún motivo. Y seguro que no es para todos. Walter Benjamin entendía el
futuro como un final del tiempo donde reinara la justicia para cada uno de los
derrotados de la historia. Ese final del tiempo redimiría a todos los que
vivieron su propio presente desde la derrota. Por eso su redención supone el
final del tiempo, ya que nuestra historia lineal ha sido escrita por los
vencedores, pero sobre todo ha sido escrita desde el presente triunfante. Dice
Agamben que no hay una verdadera revolución si antes no se produce una revolución
en nuestro sentido del tiempo: las nuevas generaciones no serán ni nuevas ni
generaciones. Serán algo imprevisible y por eso libres.
Publicado en el portal Educ.ar a fines de Noviembre del 2012
Pensar la juventud es también pensar la política
Pensar la juventud es pensar el tiempo, no tanto por
tratarse de un período de la vida, sino porque cualquier cosa que digamos de
ella, se encuentra siempre enmarcada en una cierta concepción del tiempo. No
hay una única manera de pensar el tiempo, aunque haya una dominante. Por
ejemplo, no es lo mismo pensar la vida como un proceso que se va desplegando con
los años, donde cada nueva etapa supera, contiene y ejecuta las anteriores; que
pensarla como una explosión de acontecimientos inaugurales, donde una y otra
vez pretendemos volver a empezar. En el primer caso, la juventud sería la etapa
donde se plantean los proyectos cuya consumación siempre se realiza en la
adultez. En el segundo caso se trataría más bien de recuperar la juventud para
revolucionar el momento y volver una vez más sobre el origen. En el primer
caso, ser joven es la postulación de un proyecto que debe sustanciarse a lo
largo de la vida. En el segundo caso, la vida suele perderse en proyectos de
otros y por ello recuperar nuestra capacidad inaugural e inédita es un acto
revolucionario.
Giorgio Agamben sostiene que una verdadera revolución tiene
que empezar revolucionando nuestra concepción del tiempo. Para eso retoma a
Walter Benjamin y su crítica al tiempo como secuencia lineal que solo parece
cobrar sentido en su realización productiva. Como si el tiempo existiera para
que el ser humano fuera produciéndose a sí mismo según el modelo de la
productividad industrial: de joven creí que tenía que ser médico, filósofo,
contador o artista, y la vida es esa cadena de montaje donde me voy produciendo
según los cánones de calidad vigentes. Impresionante metáfora de claras
reminiscencias cristianas que entiende que el sentido de la historia del mundo
solo se encuentra en su salvación final: sobre todo porque en la juventud
parece haberse producido el pecado. Por eso para Benjamin, interrumpir el
tiempo es sacarlo de la linealidad donde cada etapa parece poseer entidad en la
medida en que preceda a otra más plena.
De hecho, tal vez lo interesante sea poder sustraer a la
juventud de estos esquemas productivistas y que ser joven no sea una etapa más
a superar en una madurez que siempre la completa o la redime, ni que tampoco
cargue con el peso del productivismo utópico: ser joven es apostar por las
utopías y emprender su praxis en la historia. Plantearnos en la juventud el
proyecto de ser o empresarios o revolucionarios, y después medir cuán cerca
hemos estado de su concreción, hacen de ambos proyectos lo mismo: subsumen cada
etapa en una totalidad que no nos pertenece.
Tal vez se trate de recuperar de la juventud su espíritu
inaugural. Hay un tiempo de comienzos, de proyecciones, de originalidad, de
invención que vale en tanto tiempo de inicio. Los inicios no necesariamente
valen en la medida en que produzcan algo después. Se puede pensar al revés:
recuperar el inicio es una forma de desmontar aquellos proyectos que en una
cultura dominada por el éxito, la estrategia
y el cálculo, han ido perdiendo su propósito originario. Ser joven es
poder cada vez desmarcarse de los discursos hegemónicos para buscar volver
sobre el sentido. Cuestionar es una manera de interrumpir. Interrumpir es una
figura de la política.
Pensar la juventud es también pensar la política, pero en
ese registro según el cual la política es la exigencia de lo imposible. Lo
imposible no tiene que ver con un ideal utópico irrealizable, sino todo lo
contrario: tiene que ver con poder distanciarse de las concepciones lineales que
solo dan lugar a lo posible. Hay una novela de Italo Calvino, Si una noche de invierno un viajero, que
se construye con la narración de diez comienzos probables, todos muy diferentes
entre sí, y la novela solo es eso, el encadenamiento de sus diez probables
inicios. Algo en el tiempo se desarticula cuando a lo largo de la vida nos
damos la posibilidad de esa imposibilidad: volviendo cada vez sobre el origen,
nunca dejamos de ser jóvenes.
Publicado en Perfil, 31 de Diciembre del 2012
¿Todo es envase o todo es contenido?
¿Por qué nos importa tanto la belleza? ¿Nos importa más o
menos que el bien? ¿Nos importa más la ética o la estética? ¿Preferimos ser
bellos o buenos? Hay un famoso ejercicio mental que dice que nos dolería mucho más
ser tratados por el otro como feos que como malas personas. ¿Será así? Y si es
así, ¿qué nos dice esta supuesta elección de nuestros valores de época? ¿De qué
belleza hablamos?
La conclusión rápida consiste en asociar lo bello con lo
superficial y así hablar de tiempos descomprometidos, tanto en las prácticas
sociales como en la introspección individual. Esta asociación divide aguas
rápidamente colocando a la belleza del lado de las formas y reservando el
espacio de la profundidad para la ética. Es que según cierta tradición, el bien
y la belleza, junto a la verdad constituían un trípode inseparable. Pero con la
Modernidad estas esferas se fueron autonomizando y la belleza fue confinada a
un segundo plano, más cerca del placer, del gusto, y por ello de las
superficies.
Tal vez la pregunta de época sea repensar qué es la
superficialidad. Proclamar el bien como un mantra vacío repitiendo dogmas y
panfletos del poder, no tiene mucho de profundo: en especial cuando asistimos a
las peores atrocidades de la historia en nombre de la ética. Hay una idea de
Nietzsche que sostiene que la profundidad es otra figura de lo superficial, ya
que en definitiva no somos más que bordes, textualidades, cuerpos.
Vivimos tiempos de estetización de la existencia. Esto
significa no solo que lo bello se vuelve un valor determinante, sino que muchas
dimensiones humanas se encuentran regidas por criterios estéticos: el envase no
se distingue del contenido. Pero entonces, ¿todo es envase o todo es contenido?
Justamente no se trata del predominio de la belleza consumista,
sino de todo lo contrario: nada parece más profundo como recorrer estas
superficies que somos de las más múltiples maneras. La belleza que rige nuestro
deseo de reinventarnos todo el tiempo a nosotros mismos.
Publicado en Clarín el 20 de Enero del 2013
Notas sobre lo humano. Entre el animal y la técnica
Aunque siempre la condición humana se haya ido constituyendo
a sí misma en conexión esencial con la técnica, en nuestra cultura se fue
generando una separación radical entre ambas dimensiones. Por eso, cuando
pensamos a la tecnología, solemos hacerlo como si fuera una instancia exterior
al ser humano con quien se puede relacionar tanto de manera positiva como
negativa.
De hecho, según resume Mercedes Bunz en La utopía de la copia, suele haber dos formas canónicas de explicar
la relación entre el hombre y la técnica: una optimista y otra pesimista. La
optimista entiende a la tecnología como una proyección de la naturaleza humana
que logra por medios artificiales expandir las funciones propias del ser humano.
Así, un martillo se vuelve un puño más fuerte, un automóvil es visto como una extensión
veloz de nuestras piernas, o una computadora no es más que un cerebro con mayor
potencialidad liberado de las limitaciones propias del cuerpo humano. Es que la
clave de esta versión optimista se encuentra en cuestionar la degradación a la
que conduce la finitud de nuestro aspecto material, para colocar en la
tecnología la utopía de una naturaleza humana sin su encorsetamiento corpóreo.
La tecnología de este modo mejora y realiza lo que por esencia somos.
La versión pesimista entiende al contrario que en algún
momento del desarrollo de la técnica, el ser humano fue perdiendo el propósito.
La tecnología se emancipó de su motivación original y terminó creando un nuevo
mundo artificial que reemplazó uno a uno los rasgos propios de lo humano hasta
destruir su naturaleza. Así, nuestras vocaciones, nuestras necesidades, pero
también nuestros vínculos, tomaron nuevas formas más superficiales y más al
servicio de las sociedades del hiperconsumo. Ya no bebemos, sino que compramos
marcas de gaseosas; ya no caminamos, sino que los medios de transportes nos
transportan de acuerdo a sus intereses; ya no nos conectamos con la naturaleza,
sino con una red virtual de la cual no nos podemos desconectar. Hay una
naturaleza humana que se ha perdido, absolutamente enajenada por una sociedad
postindustrial que nos convierte en usurarios. Para esta versión pesimista, la
tecnología es la gran responsable de la actual crisis del humanismo.
Resulta interesar poder hacer un ejercicio de rompimiento de
este pensamiento lineal, repensando la relación entre el ser humano y la
tecnología desde otro lugar. ¿Y si no se trata de dos instancias separadas de
modo excluyente, sino que ambas se condicionan de manera esencial? ¿Qué
significaría esto? Tal vez, la propia idea de una naturaleza humana se
encuentra inextricablemente ligada con las transformaciones de la técnica. O
como sostiene Roberto Espósito recuperando el pensamiento de Pico della
Mirándola: tal vez la naturaleza del hombre no sea más que estar todo el tiempo
reinventando su propia naturaleza.
Es que el problema tanto de la posición optimista como de la
pesimista es acordar en la existencia de una esencia de lo humano en sí misma,
inmutable, inmodificable, como una especie de núcleo duro que define lo que
somos y que se mantiene incólume a lo largo de la historia. Pero si así fuera,
¿cuál sería esa definición? ¿Por qué valdría la actual, por ejemplo? ¿Valdría
más por ser la más reciente? La historia de la cultura fue mostrando
transformaciones permanentes en lo que entendemos como ser humano, ¿por qué se
detendría justo ahora? ¿No es evidente que dentro de algunos años una vez más
todo este dispositivo de saber cambie?
Y así como se pone de manifiesto la diversidad de
concepciones que han regido a lo largo de los años, se puede también vislumbrar
que no hay definiciones de lo humano en la que acuerden todos los humanos. Hay
un discurso científico actualmente vigente que intenta definir al ser humano y
que puede instalar esta definición en virtud del lugar hegemónico que ocupa hoy
la ciencia en Occidente. Pero ha sido sobre todo el darwinismo quien más ha
cultivado la idea de que todo es contingente cuando se trata de la vida. Un
darwinismo al que se lo suele leer exactamente en sentido inverso.
¿Qué es la contingencia de la vida? Es entender que la
evolución de las especies no sigue una línea meritocrática. No sobreviven los
que mejor se adaptan a las circunstancias, sino que las mutaciones siempre son
azarosas y por ello sobreviven los que ante las nuevas circunstancias (climáticas,
por ejemplo) han mutado previamente por azar y así coinciden con el nuevo
escenario. Ni el hombre es la mejor especie del universo, ni este ser humano es
la última etapa de ningún proceso evolutivo. Somos contingentes, somos por
azar, somos tránsito y no hay una meta prefijada.
La tecnología, en este sentido, se vuelve indisolublemente
nodular en las transformaciones de lo humano. No es un elemento externo, sino
parte misma de lo humano. Y así como fuimos amebas o simios, también somos
cyborgs, esa figura que nos muestra como una mixtura entre lo natural y lo
artificial. Hay un interesante relato que coloca al ser humano entre lo animal
y lo técnico, pero sobre todo resulta interesante porque nos coloca en un
“entre”, es decir en algo no cerrado ni definitivo, sino en permanente estado
de reinvención. Por ejemplo, el lenguaje es una técnica que nos constituye y ya
no somos por fuera de la lengua. Y de esta manera la mayoría de las creaciones
tecnológicas nos muestran un escenario diferente que puede pensarse por fuera
de la dicotomía entre la versión optimista y la pesimista.
En ese sentido y según otro ejemplo, la postura optimista
valorará la irrupción en nuestra cotidianeidad del celular como una técnica que
mejora y potencia notablemente nuestras posibilidades comunicacionales. La
posición pesimista por el contrario, nos predicará que el celular decide por
nosotros cuando comunicarnos y cuando no. Pero lo que es claro es que desde el
apogeo de los celulares, se ha producido una transformación profunda en muchos
aspectos de nuestra vincularidad con los otros. Desde la conciencia de estar
siempre on-line, hasta la irrupción de nuevos lenguajes como el mensaje de
texto o las mismas redes sociales que modifican no solo formas de expresión,
sino la naturaleza misma de nuestra identidad. De hecho, la idea misma de red
nos exige cambiar nuestra concepción del lugar del individuo, acostumbrado
tradicionalmente a colocarse como centro y ombligo de todos sus contactos, por
una idea más cercana al nudo como encuentro casual o entrecruzamiento
contingente, rizomas que van creando sujetos aleatorios.
Hablar de identidad con las nuevas tecnologías –al igual que
hablar de lo real, por ejemplo- supone una vez más desmarcarse del pensamiento
dicotómico, deconstruirlo. Ni las redes sociales de la virtualidad informática
como Facebook o Twitter ayudan a que cada persona se expanda mejor a sí misma,
ni tampoco todo lo contrario y las redes sociales han aniquilado completamente al
yo. Las nuevas tecnologías de la informática transforman la idea misma de
identidad, evidenciando que las personas -como bien se visualiza en el origen
del término que asocia “persona” con “máscara”- somos muchas en una; o que para
no caer en una militancia esquizofrénica, todos somos otros; o como decía
Nietzsche, el yo es un campo de batalla. Y así esta contingencia del yo se
plasma en todas sus expresiones, en cada perfil con el que nos narramos a
nosotros mismos, todo el tiempo de modo diferente.
La tecnología, por último también afecta al arte, pero no se
trata de un condicionamiento externo, sino esencial. Ya Benjamin leyendo a
Baudelaire, analizó cuidadosamente desde el impacto de la fotografía en la
nueva pintura abstracta hasta las potencialidades de la nueva obra de arte
reproducida. No se puede simplemente leer a la tecnología en la música como la
capacidad desarrollada para producir copias de modo masivo. Una grabación ya
hace rato que no se entiende solo como una copia de un original, sino que hay
un original que surge de la misma tecnología en su conexión esencial con la
música. El cine es tal vez la mejor expresión de un arte surgido desde la
tecnología que fue dejando -y muy rápido- su identidad como mera puesta en la
pantalla de una obra de teatro, creando un género propio que debe todo al uso
creativo y subversivo de la tecnología de imagen.
¿Cómo serán los próximos recorridos? ¿Cuál es el lugar del
actor en estos esquemas? Tal vez lo interesante sea poder salirnos del esquema
binario que, o bien celebraría a las nuevas tecnologías como accesorios que
eficientizan el trabajo actoral, o bien insistirían desde una versión pesimista
y tradicional en declarar la muerte del actor. Nuevas transformaciones, nuevos
desafíos.
Publicado en Revista Arlequín (SAGAI) a fines de marzo del 2013
La pregunta por el límite (sobre el marketing de la muerte)
En toda discusión sobre el consumo de la muerte, se entremezclan dos variables antagónicas con valores opuestos: por un lado, la figura de la empresa que en su ansiedad acumulativa ignora intencionalmente los efectos colaterales de sus productos dañinos; pero por otro lado, la figura de cierto héroe, transgresor, que lleva su radicalidad al extremo de coquetear con la muerte o blandir una especie de osadía intrépida. Ambas variables suponen en todo caso una misma realidad: aquella por la cual hay un sistema económico que encuentra siempre las maneras de birlar sus propios condicionamientos ético-jurídicos que, el héroe intrépido pone en evidencia con una militancia del descuido que muestra las fisuras de este mismo sistema. Hay un mismo patrón que opera en la producción de cigarrillos y en el consumo exagerado de quien ostenta desinteresarse por su propia salud en beneficio de su libertad y de su placer: las normas de cuidado de la vida no sirven para nada. Toda legislación sanitaria carece de sentido si se venden productos que nos causan la muerte de modo directo. Pero al mismo tiempo se abre toda una zona de debate sobre la naturaleza misma de la salud y los efectos nocivos de ciertos productos: según se sabe, comer comida chatarra durante un mes causa síntomas parecidos. Y a nadie se le ocurriría legislar en contra de la industria alimentaria. La pregunta que retorna una vez más es cuál es el límite de la ley, o sea, cuál es el límite del Estado. No se observan diferencias químicas que justifiquen que la marihuana esté prohibida, el tabaco sea legal pero con aviso de muerte inminente y el alcoholo se venda junto a los caramelos. Evidentemente los motivos siempre son otros y mientras funcione la apariencia de una sociedad de la seguridad sanitaria, entre otras seguridades, no hay grandes motivos de alarmas. Quiero decir, mientras algo esté prohibido, los cuidados tienen donde concentrarse. Una muerte por alcohol o incluso por tabaco parece que es una imprudencia del que consume, pero una muerte por sobredosis de alguna droga es un problema social que requiere poner todos los acentos en el vacío existencial de una juventud supuestamente perdida por la ausencia de valores y no por la exacerbación de un sistema de consumo compulsivo que hace de la persona una mera maquinaria tragamonedas que explota el día que las monedas se acaban. Los chivos expiatorios siempre han funcionado más que como conjura de la violencia, también como su invisibilización. Es la lógica de la economía, o como empezó a sembrar Foucault, de la biopolítica. Cuenta Espósito en Bios que en una provincia en China, grandes poblaciones sumidas en la pobreza venden el plasma de su sangre para ganar algo de dinero. Sin embargo, en el acto en el cual se les vuelve a inyectar los glóbulos rojos para reponerse y poder otra vez reiniciar el proceso, uno solo que esté infectado de HIV contagia a toda la población. Ya no se trata de una cuestión ética, sino estrictamente económica: los cuerpos biológicos mismos se convierten en mercancía. El marketing de la muerte alcanza un punto de no retorno.
Publicado en Revista Ñ, fines de marzo del 2013
Publicado en Revista Ñ, fines de marzo del 2013
sábado, 12 de enero de 2013
De la caverna a la pantalla
Es la misma filosofía la que se viene haciendo desde sus orígenes en Grecia o ha venido cambiando con el paso de los tiempos? Y si así fuese, ¿por qué creemos que estamos haciendo filosofía y no otra cosa? Y si estuviésemos haciendo otra cosa, ¿no podríamos estar haciendo filosofía aunque ya no se tratase de filosofía?
Hay algo de inactual en la filosofía, pero en ese sentido más bien nietzscheano donde lo inactual no remite a lo que está por encima del tiempo, sino a lo que lo interrumpe. Hay temáticas que escapan a la distinción entre lo viejo y lo nuevo, porque son al mismo tiempo viejas y nuevas. No es lo mismo pensar la muerte en épocas de clonación, criogenia y masas espeluznantes de mortalidad infantil producto del capitalismo tardío; pero es la muerte. La misma que pensaba Platón cuando en el Fedón buscaba entender si el alma de Sócrates trascendía a su cuerpo condenado. La misma tensión que siempre repetimos cuando enseñamos en la secundaria la Alegoría de la Caverna, narrada en La República a través del argumento del filme Matrix. Aunque siempre hay que aclarar que se trata de Matrix I, ya que la vuelta argumental de las secuelas ya excede el planteo platónico y nos acercan a posiciones más foucaultianas o hermenéuticas. Matrix no reemplaza a la Alegoría, la interpreta. La problemática sobre la distinción entre lo real y lo aparente es inactual porque no es ni vieja ni nueva, sino que se presenta siempre bajo el ropaje de la época. Tal vez esta cita de Baudelaire sea lo más atinado para comprender una filosofía que se sigue preguntando lo mismo, pero diferente. Por lo mismo que siempre es diferente: solo hay los ropajes de época.
La pregunta tal vez sea: ¿para qué hacemos filosofía? ¿Todos podemos hacerla? En algunos manuales todavía se explica que la filosofía es una actividad contemplativa de un hombre despreocupado por sus condiciones materiales, casi como una curiosidad elitista de aquellos que pueden no trabajar y dedicarse a contemplar el mundo. Lo interesante de este planteo es la bipolaridad que se presenta entre contemplación y transformación, como si abrir la cotidianidad con espíritu crítico no fuera también una herramienta de transformación. Pensar que todo puede ser de otra manera frente al funcionamiento eficientista de los modelos dominantes genera un movimiento no solo espiritual. Nos obliga a repensar los alcances de la espiritualidad: en lo profundo siempre hay un otro. Todos podemos hacer filosofía, y, a veces, son las condiciones de existencia más sofocantes las que ofician de disparadores. La pregunta por el porqué resuena más en aquellos que no están donde quisieran estar. Por eso hacer filosofía siempre es una apuesta política que, en su acción de desmontaje y desnaturalización de las verdades vigentes, abre nuevas perspectivas para reinventarnos como ciudadanos. Obviamente hay erudición e investigación y de mucha calidad en la actividad filosófica. Pero la filosofía no puede contentarse solo con haberse vuelto una estructura disciplinar que no se diferencia de cualquier otro dispositivo del saber. Hay un propósito docente, y la docencia es transformación.
Si la filosofía es esa tensión que se produce entre una intimidad reflexiva y un diálogo con el otro, se trata entonces de repensar su institucionalidad. Si la filosofía es esa fisura entre una racionalidad lógica y una conmoción existencial más radical, se trata entonces de repensar su origen y su praxis.
¿Por qué filosofía en los medios? Hay una ecuación que circula en los claustros académicos que dice que si la filosofía triunfa en los medios, o es porque se ha banalizado o es porque ha dejado de ser filosofía. Dejar de ser. Algo que tiene que ver con el amor, con el deseo de saber, con una filosofía que cambia. Tal vez no sea más filosofía y así pueda ser de nuevo filosofía, recuperando sus preguntas originarias, su vocación de apertura, su apuesta a la pregunta. Tal vez nada sea idéntico a sí mismo; y por ello la filosofía en los medios no sea filosofía, y por no ser filosofía, sea filosofía. Si la cosa pública se juega hoy también en las pantallas, hacer filosofía en televisión es abrir la televisión, y en algún sentido, intervenir en lo público. Ningún programa de televisión puede reemplazar la enseñanza en el aula, así como ninguna clase magistral puede reemplazar a una estética televisiva. Y así como en cierta academia se puede hablar de una banalización del saber, en mucha televisión se habla de formatos culturales aburridos. Por eso hay como una sensación de defensa ortodoxa de ciertos purismos que al final de cuentas parecen tener más que ver con las clásicas lógicas burocráticas de reproducción de los poderes establecidos que con una disputa epistemológica. Pero por suerte aflora la contaminación, emerge la mixtura. Los géneros dialogan y los compartimentos estancos se resquebrajan ante la presencia de una otredad que irrumpe y obliga a la reinvención. ¿Cómo se hace filosofía en la televisión o cómo se hace una programa de televisión filosófico? ¿O ambas cosas? Si la filosofía nació en la calle, con Sócrates dialogando junto a sus alumnos por Atenas, hoy la calle se juega en ese no-lugar que yuxtapone el hogar con las pantallas y sus redes. Toda la esencia de la filosofía se encuentra en poder habitar una situación cotidiana y en su experiencia, poder también pensarla. Abrir sus múltiples posibilidades y hacer explotar sus obviedades y naturalidades. Pero sobre todo, generar un diálogo, ofrecer lo otro, interrumpir el apresuramiento eficientista priorizando la pregunta por el ser que no es más que la prioridad de la pregunta frente a las verdades de turno.
De ahí que cuando pensamos Mentira la verdad, filosofía a martillazos (Mulata Films), apostamos a la mezcla de lo cotidiano y lo filosófico, haciendo surgir la pregunta de la materialidad misma de las situaciones diarias: la pregunta por el orden en un supermercado, la pregunta por la identidad en un registro civil o la pregunta por la historia en un velorio. Aquello que naturalmente transcurre como debe transcurrir puede, sin embargo, detenerse, aunque sea un rato, y ser interpelado con preguntas que abren y muestran que todo puede ser de otro modo. La televisión misma puede encontrar sus propios mecanismos de reinvención. ¿Será realmente un cambio o el arquitecto de laMatrix habrá triunfado una vez más?
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