Una de las formas de entender la identidad es pensarla como
la respuesta a la pregunta ¿quién soy? En principio hay dos opciones: o
llegamos a una respuesta segura; o bien cada vez que creemos llegar a una
respuesta, se nos plantean nuevos interrogantes y continuamos la búsqueda. Por
eso la identidad puede ser, o un punto de llegada, o un ejercicio de apertura
constante, una reinvención permanente. Es cierto que poder saber quién soy nos
brinda certezas, pero también es cierto que puede ser pensado como un modo de
autocreación personal, donde lo importante es poder estar abiertos a nuevos
encuentros con lo diferente, con lo otro. Si lo humano es una obra acabada, no
deseamos otra cosa que una respuesta final; pero si lo humano es ese deseo de
siempre sobrepasarnos a nosotros mismos, toda respuesta final se nos vuelve un
impedimento, por no decir un dogma.
Todo esto podría quedar en un debate intelectual, salvo que
la historia nos muestra como en nombre de la identidad se han cometido los
peores avasallamientos. Las certezas incuestionables solo admiten otras
respuestas incuestionables: nada mejor para un amigo que entender quiénes son
nuestros enemigos. El problema siempre emerge en los márgenes, en la
ambigüedad, en lo indefinido. Una identidad firme entiende quiénes no son los
propios y respeta en su diferencia a quienes profesan otras identidades. Lo
único que se exige es la certeza del límite. Un puro exige otro puro, como
amigo o como enemigo: lo intolerable es la impureza, la hibridación, la
mixtura. El europeo sabe lo que no es un europeo, el macho entiende lo que es
una mujer. La violencia entre identidades opuestas es una violencia clara: en
nombre de lo propio y en contra de lo ajeno. Pero la violencia con lo
indefinido se ejerce en la invisibilización del otro, desterrado por fuera de
lo que el saber de época acepta como natural o normal.
Lo insoportable es aquello que no encaja en ninguno de los
parámetros hegemónicos. Si una identidad se define en la clarificación de mis
límites (definir proviene de la idea de poner fines), entonces todo aquello que
no encaje, se vuelve indefinible y por ello mismo absurdo. Habría como dos
tipos de otredades: una tolerable, ya que aunque diferente a mí es reconocible
como una identidad; y otra intolerable, ya que su sola presencia pone en
cuestión la naturaleza de la idea misma de identidad. La transexualidad siempre
se ha visto así estigmatizada. Nuestro pensamiento binario solo acepta dos
opciones: se es hombre o se es mujer. Así, el único lugar posible para la
transexualidad es el no lugar: la enfermedad.
Es evidente que si la identidad es una búsqueda, saber quién
soy es básicamente una experiencia de ruptura. No hay mejor manera de conocerse
a uno mismo que la que se presenta en nuestra potencialidad de abandonarnos y
abrirnos a lo otro. Salirnos de nosotros mismos en busca de esa otredad que
también somos. Nada hay en estado puro en la naturaleza. No hay naturaleza.
Todo el tiempo nos estamos construyendo. O como sostiene Espósito, tal vez la
naturaleza de lo humano sea la potencialidad de estar reinventando todo el
tiempo nuestra propia naturaleza. Bienvenida la ley de identidad de género.
publicada en Diario Clarín el 12 de mayo del 2012