“Tal vez al final de cuentas, todos buscamos la misma cosa: la salvación. Salvarnos del sinsentido de saber que la salvación no existe. ¿Pero pueden las instituciones salvarnos? ¿Puede el hombre salvar lo humano, o todo lo que toca lo destruye?
Lloramos cuando nos sabemos mercancías. Lloramos cuando entendemos que como en ese poema de Baudelaire, pretendemos entrar al cielo con una moneda falsa. La salvación no es un negocio. Al cielo se no se entra. El cielo te recibe…
Pero si la salvación es mercado, entonces no todos entran. Nunca todos entran si sigue habiendo un afuera y un adentro. Salvarnos a costa de la muerte de otros, no es salvación: es un crimen. Si se combate a la violencia con violencia, ¿se acaba así la violencia?
Tal vez toda salvación no sea más que un paseo sin rumbo. Como esa idea epicúrea del placer por caminar. No camino hacia ningún lado, no hay destino: el caminar es el fin. Recuperar el placer por lo gratuito, por el detalle, por lo que no reditúa…
Sí, caminar. La vida es un viaje abierto, una pregunta sin fin, un recorrer el abismo y hasta una caída. Por eso a veces necesitamos parar un poco y por eso inventamos ciudades y después casas y después puertas y después candados y después invertimos el mundo…
Nos quedamos sentados cuidando nuestras propiedades. Confundimos propiedad con lo propio y nos aferramos a las cosas como si fueran lo que somos. Y matamos por ellas. Eso es Cracovia. De esa plaza marchaban a los campos de exterminio. En nombre de lo propio…
Nada nos pertenece. Ni siquiera los hijos. Los hijos no son propiedades, sino energía que fluye, que “nos” fluye y nos renueva en nuestra búsqueda. Soltar, despojarnos, expropiarnos. Abrirnos a lo que siempre continúa y nos excede…
Los chicos no pueden morir porque son la prueba de que el tiempo existe. Y sin embargo eso es una fosa común en Polonia donde mataban y enterraban a los niños. Tal vez como dice mi amigo Ale Kaufman, todo se reduce a poder salvar la mayor cantidad de vidas posibles…
Es que en definitiva, ¿qué es la muerte? La filosofía decía Platón es un ejercicio para la muerte. Si es el final de nuestros relatos, el tema es quien los escribe. Toda muerte es siempre para los otros, pero otra cosa es que sea otro, para su interés, el que decide.
La vida como relato, la identidad como un texto. Las palabras son siempre otras. Somos lo que escribimos de lo que leemos de lo que otros han leído de lo que otros han escrito de lo que otros han leído y así. El ser que puede ser comprendido es lenguaje, decía Gadamer.
Juegos de lenguaje. Piezas tensadas entre lo que podemos articular y lo que indefectiblemente nos condiciona. ¿Somos libres? La libertad, otra palabra… Y si movemos esas piezas, sepamos que otros nos mueven a nosotros… ¿Pero es posible alguna ruptura?
Dar vida. Salvar. ¿Pero dar vida es un acto de salvación? Incluso parece que la madre no hace más que querer expulsar esa presencia extraña que la desestructura. Y de esos ataques expulsivos, la nueva vida se nutre. Hay una ruptura en la irrupción imprevisible del otro.
¿Quién es el otro? ¿Qué es lo otro? La otredad siempre es abismal, ya que comprenderla es desotrarla, apropiarla es perderla. La otredad es esa vastedad imposible que se nos abre para que en la perplejidad sigamos preguntando, seamos vivos…
Y como en ese relato de Pessoa, la vida es el otoño, o a la inversa, solo el otoño está vivo. La hora de nuestro nacimiento, decía Hegel, es la hora de nuestra muerte. No hay otro rumbo que la decadencia: la bella, la otoñal, la amarilla decadencia…
Sombras sobre el fondo de la caverna. Liberarnos nunca puede ser salir de modo absoluto, ya que el absoluto también es una palabra. Creer que la filosofía o la religión o la política o el arte alcanzan la verdad es un sentimiento prefarmacológico.
El gran ansiolítico. La gran cárcel. El yo también es una palabra, una superficie. En nombre del yo se han cometido los más grandes exterminios de la historia. ¿Por qué los más grandes? Porque son los que no veo, o peor, los que naturalizo como necesarios…
Todos somos extranjeros, viajeros, extraños, monstruos, otros. Nunca encajamos. ¿Cómo encajar si todo el sentido se despliega en que nacemos para morir? Tal vez el problema esté en el encaje, en creer que la búsqueda de sentido tiene sentido…
Desencajados. Amantes de lo que no cierra. Somos redes, rizomas. Convergemos en los caminos. Nos une nuestras diferencias. O como decía Epicuro de la amistad: nada nos une más que el compartir de casualidad y por un rato, un mismo recorrido...
Perdernos en la apertura. O abrirnos a la perdición. Salir del tacho que es la casa que es la costumbre que es la necesidad. Todo es demasiado maravilloso para que nos encerremos en nosotros mismos.
No dejarnos atrapar. Ni siquiera por el hombre. Romper la linealidad, romper la ruptura. Salir, siempre salir. No hay recetas para salvarse. Por ahí ni siquiera hay salvación, sino escape. Ah, de eso se trata… Huir. Escapar. No dejarnos atrapar…”