sábado, 28 de abril de 2012

La salvación

Este texto fue leído en la noche de Pecha Kucha en Buenos Aires el pasado 24 de Abril. Cada párrafo acompaña a una imagen que se mostraba por solo 20 segundos. Gracias Pecha Kucha Night por la invitación!





“Tal vez al final de cuentas, todos buscamos la misma cosa: la salvación. Salvarnos del sinsentido de saber que la salvación no existe. ¿Pero pueden las instituciones salvarnos? ¿Puede el hombre salvar lo humano, o todo lo que toca lo destruye?



Lloramos cuando nos sabemos mercancías. Lloramos cuando entendemos que como en ese poema de Baudelaire, pretendemos entrar al cielo con una moneda falsa. La salvación no es un negocio. Al cielo se no se entra. El cielo te recibe…



Pero si la salvación es mercado, entonces no todos entran. Nunca todos entran si sigue habiendo un afuera y un adentro. Salvarnos a costa de la muerte de otros, no es salvación: es un crimen. Si se combate a la violencia con violencia, ¿se acaba así la violencia?



Tal vez toda salvación no sea más que un paseo sin rumbo. Como esa idea epicúrea del placer por caminar. No camino hacia ningún lado, no hay destino: el caminar es el fin. Recuperar el placer por lo gratuito, por el detalle, por lo que no reditúa…



Sí, caminar. La vida es un viaje abierto, una pregunta sin fin, un recorrer el abismo y hasta una caída. Por eso a veces necesitamos parar un poco y por eso inventamos ciudades y después casas y después puertas y después candados y después invertimos el mundo…



Nos quedamos sentados cuidando nuestras propiedades. Confundimos propiedad con lo propio y nos aferramos a las cosas como si fueran lo que somos. Y matamos por ellas. Eso es Cracovia. De esa plaza marchaban a los campos de exterminio. En nombre de lo propio…



Nada nos pertenece. Ni siquiera los hijos. Los hijos no son propiedades, sino energía que fluye, que “nos” fluye y nos renueva en nuestra búsqueda. Soltar, despojarnos, expropiarnos. Abrirnos a lo que siempre continúa y nos excede…



Los chicos no pueden morir porque son la prueba de que el tiempo existe. Y sin embargo eso es una fosa común en Polonia donde mataban y enterraban a los niños. Tal vez como dice mi amigo Ale Kaufman, todo se reduce a poder salvar la mayor cantidad de vidas posibles…



Es que en definitiva, ¿qué es la muerte? La filosofía decía Platón es un ejercicio para la muerte. Si es el final de nuestros relatos, el tema es quien los escribe. Toda muerte es siempre para los otros, pero otra cosa es que sea otro, para su interés, el que decide.



La vida como relato, la identidad como un texto. Las palabras son siempre otras. Somos lo que escribimos de lo que leemos de lo que otros han leído de lo que otros han escrito de lo que otros han leído y así. El ser que puede ser comprendido es lenguaje, decía Gadamer.



Juegos de lenguaje. Piezas tensadas entre lo que podemos articular y lo que indefectiblemente nos condiciona. ¿Somos libres? La libertad, otra palabra… Y si movemos esas piezas, sepamos que otros nos mueven a nosotros… ¿Pero es posible alguna ruptura?



Dar vida. Salvar. ¿Pero dar vida es un acto de salvación? Incluso parece que la madre no hace más que querer expulsar esa presencia extraña que la desestructura. Y de esos ataques expulsivos, la nueva vida se nutre. Hay una ruptura en la irrupción imprevisible del otro.



¿Quién es el otro? ¿Qué es lo otro? La otredad siempre es abismal, ya que comprenderla es desotrarla, apropiarla es perderla. La otredad es esa vastedad imposible que se nos abre para que en la perplejidad sigamos preguntando, seamos vivos…



Y como en ese relato de Pessoa, la vida es el otoño, o a la inversa, solo el otoño está vivo. La hora de nuestro nacimiento, decía Hegel, es la hora de nuestra muerte. No hay otro rumbo que la decadencia: la bella, la otoñal, la amarilla decadencia…



Sombras sobre el fondo de la caverna. Liberarnos nunca puede ser salir de modo absoluto, ya que el absoluto también es una palabra. Creer que la filosofía o la religión o la política o el arte alcanzan la verdad es un sentimiento prefarmacológico.



El gran ansiolítico. La gran cárcel. El yo también es una palabra, una superficie. En nombre del yo se han cometido los más grandes exterminios de la historia. ¿Por qué los más grandes? Porque son los que no veo, o peor, los que naturalizo como necesarios…



Todos somos extranjeros, viajeros, extraños, monstruos, otros. Nunca encajamos. ¿Cómo encajar si todo el sentido se despliega en que nacemos para morir? Tal vez el problema esté en el encaje, en creer que la búsqueda de sentido tiene sentido…



Desencajados. Amantes de lo que no cierra. Somos redes, rizomas. Convergemos en los caminos. Nos une nuestras diferencias. O como decía Epicuro de la amistad: nada nos une más que el compartir de casualidad y por un rato, un mismo recorrido...



Perdernos en la apertura. O abrirnos a la perdición. Salir del tacho que es la casa que es la costumbre que es la necesidad. Todo es demasiado maravilloso para que nos encerremos en nosotros mismos.



No dejarnos atrapar. Ni siquiera por el hombre. Romper la linealidad, romper la ruptura. Salir, siempre salir. No hay recetas para salvarse. Por ahí ni siquiera hay salvación, sino escape. Ah, de eso se trata… Huir. Escapar. No dejarnos atrapar…”

lunes, 23 de abril de 2012

La última vez

¿Cuándo fue la última vez que te preguntaste? No buscando una respuesta ni encontrando una certeza, sino la última vez que te escapaste de lo cotidiano y te detuviste. No por cansancio ni por desidia, sino porque sí. ¿Cuándo fue la última vez que te detuviste y dejaste que todo a tu alrededor flotara? Como quien se anima a desconectar las cosas, a quitarles su carácter de utilidad, a sacarlas de la lógica del cálculo. ¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo que no sirviera para nada? Para nada ni para nadie, ya que las servidumbres se presentan de formas muy misteriosas. Algo que no fuese pensado desde la ganancia, el interés o el egoísmo. ¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo porque sí? No porque te convenía o porque lo necesitabas, o incluso porque lo querías; sino porque sí. O al revés: ¿cuándo fue la última vez que la casualidad hizo con vos algo? No algo productivo, ni profundo, ni siquiera algo en sentido estricto. ¿Cuándo fue la última vez que le diste un abrazo a alguien? No a tus seres queridos ni a personas conocidas, sino a “alguien”, no importa a quien. ¿Cuándo fue la última vez que diste? No importa qué. Un regalo no vale por lo que es, sino que vale en tanto regalo. Un regalo no vale. Un regalo no es. Se da y no vuelve. ¿Cuándo fue la última vez que te abriste? ¿O que no te cerraste? ¿O que demoliste tus puertas? ¿O que dejaste entrar al indigente? ¿O que ese otro irrumpió en vos y te llevó puesto? ¿Cuándo fue la última vez que recordaste? No cuando vence la factura de gas o la fecha del examen, sino que te recordaste como una trama, como una huella, como parte del relato en el que te ves inmerso, como el deseo de querer seguir narrándote. ¿Cuándo fue la última vez que lloraste? Simplemente lloraste. De alegría, de tristeza, da igual. Llorar, como quien expresa en ese acto primitivo la existencia viva; como quien solicita, pide, ruega, pero no reclama, ni exige, ni cree merecer.¿Cuándo fue la última vez que te perdiste? No en esta calle o en este trabajo o con este proyecto compartido. Perderse, dejándose llevar por ese acontecimiento imprevisible, dejándolo ser. El mundo está repleto de carteles y señales. El mundo está lleno de héroes que te proponen un formato industrial del ser uno mismo y una carrera exitosa basada en el afianzamiento de lo que sos. No importa qué sos, sino abroquelarte en lo tuyo, o en los tuyos, y sobre todo erigir los muros que hacen del otro y de lo otro algo invisible. Por eso perderse, como quien pasea sin rumbo, o habla con una tortuga, o le pide perdón a un helado por comérselo. Como quien se baja del colectivo para caminar por esas calles extrañas, como quien encuentra una mirada que lo devuelve para adentro y cae en el abismo. ¿Cuándo fue la última vez que tuviste miedo? No por lo que te pudiera pasar, sino por pensar que tal vez nunca no te pasara nada. ¿Cuándo fue la última vez que preferiste la nada al ser, un olor a un concepto, un insomnio a un ansiolítico, un árbol viejo a un ascensor? ¿Cuándo fue la última vez que te traicionaste, que te animaste, que transgrediste, que te lanzaste, que tuviste un sueño, que creíste, que descreíste, que te arrepentiste, que te afirmaste, que te cuestionaste, que soltaste lo propio y te abriste a la pregunta? ¿Cuándo fue la última vez que te preguntaste?

domingo, 8 de abril de 2012

Reinterpretando a Dios

Otra vez Pesaj, la fiesta de la familia y la libertad

Otra vez Pesaj. Otra vez la matzá, las aguas del Mar Rojo que se abren, la pelea por cuál parte de la familia celebra cada noche, las diez plagas, el nuevo integrante más chiquito que hace las preguntas, la historia de Moisés, la abuela que ya no está, las charlas en el edificio sobre las similitudes y diferencias con las Pascuas cristianas, el deseo de que todo sea lo más parecido a cuando la abuela vivía. Pero ya no vive. El tiempo es esa locura a la vez lineal y circular. Todo se repite al año siguiente, pero diferente; y uno intenta que sea igual, pero por suerte algo se transforma. Alguien ya no está, otros se presentan. No es tan cierto que el tiempo avanza solo hacia delante. Nos las pasamos escribiendo nuestra historia desde la relectura que hacemos de nuestras proveniencias. Un Pesaj sin la abuela, pero que tenga todo lo que tenía cuando la abuela vivía. Y lo más extraño es que ya olvidamos que la abuela hacía lo mismo con la suya; y que por eso, la misma idea de tradición no tiene nada que ver con el detenimiento dogmático y normativo, sino con la libertad que se ejerce en el acto de transmitir una experiencia. Pesaj es una fiesta familiar. Es la fiesta de la libertad. La libertad es en su inicio una experiencia familiar. Las familias se abren o se cierran. Por eso en Pesaj lo primero que se hace es abrir la puerta “para que el que tenga hambre, entre y coma”. Eso es tradición. Esa era la ética del desierto. Nadie cerraba ninguna puerta, sobre todo porque no había casas, sino tiendas, y las tiendas siempre están abiertas al otro, al que sufre, al que necesita. Pesaj es la fiesta de la apertura al otro, al extraño, al extranjero. La abuela cocinaba e invitaba a todos a comer, porque en la Guerra, allá en Europa compartían hasta las cáscaras de papa cuando nos mataban por judíos. Eso es tradición. Recordar para transformar el mundo. Si te matan por judío, por negro, por argentino, por comunista o por homosexual, no salís a defender el derecho de una parte, sino el de todos. No hay libertad para algunos y esclavitud para otros. O por lo menos no debería. Por eso cuando leemos en la Hagadá que la décima plaga consistió en la muerte de los primogénitos, mojamos el dedo en vino y lo arrojamos en señal de dolor. En realidad poco importa si hubo egipcios, plagas y aguas que se abren, lo cierto es que en Pesaj los judíos celebramos el relato de la libertad volviéndolo una vez más a narrar. Eso hacemos en nuestras casas en Pesaj. Comemos, conversamos, bebemos y en un momento el tiempo se interrumpe y volvemos a relatarnos. Otra vez Pesaj, otra vez la misma historia que siempre es la misma, pero nunca es igual. La historia de Moisés, y las aguas, y la esclavitud, y la matzá. Otra vez la abuela cocinando demasiado. Pero esta vez la abuela ya no está, aunque no importa, ya que en la forma de la celebración la rememoramos. Y así a su abuela y así a la abuela de la abuela. Vamos para atrás yendo para adelante o vamos para adelante yendo para atrás. Algo en el tiempo se descalabra en Pesaj. Nos sentimos en estos días parte de una interrupción. Nos sentimos parte de un Libro. No solo somos el pueblo del Libro, sino que lo seguimos escribiendo.

Publicado en Clarin el 5/4/2012