viernes, 18 de junio de 2010

duelo

Duele. Cada vez duele más. Serán los años que acopian cada vez más muertos en la memoria. Serán las injusticias que cada vez se muestran con más brutalidad. Será que se vuelve cada vez más insoportable convivir con la sangre. Duele cada vez. Como una nueva herida que se suma. Como un lamento más sordo. Como la pérdida final de las utopías. Duele mucho, y lo peor es que ya nadie consuela. Los dirigentes se justifican, los políticos planean estrategias, los fanáticos se echan culpas, los soldados se disparan, los estados hacen cuentas. Duele la miseria, duele la violencia, duele la impotencia, y lo peor es que ya nadie consuela. Nadie, ni una voz que hable en nombre de los muertos de la historia, de los hombres asesinados por el hombre, de los derrotados. Nadie puede hablar porque cuando se explica no se entiende; y cuando se entiende, no hay palabras para explicar lo inexplicable. Nadie puede hablar porque hablar en serio es quitar un velo, romper el pacto de olvido, recordar que todo puede ser de otro modo. Ya no se trata sólo de los habitantes de Gaza hacinados en la pobreza extrema o del ataque a la flotilla, o de los qassam cayendo en los techos de Israel. Se trata de algo peor. Se trata de la complicidad silenciosa. Se trata de dar todo por supuesto como si nada pudiera modificarse. Duele darse cuenta que uno también es parte. Cada vez duele más. Dejar a Gaza en la miseria o dejar a alguien pasar una noche de frío durmiendo en la calle. Hay una misma lógica de indiferencia por el otro. Sacralizar la seguridad de mi territorio o edificar murallas en el barrio. Hay una misma fobia a la contaminación. Detener un barco a los tiros o pedir la pena de muerte. Hay un mismo culto al derecho a la violencia. Una mirada fragmentaria que cree que es posible resolver una parte sin la otra, cuando la ética es una y es universal: tenemos un deber para con el otro. Más allá de los nombres, más allá de los colores, más allá de las fronteras. Tenemos un deber con el otro cualquiera sea, porque “cualquiera”, como piensa Agamben, no es aquel que no importa, sino una singularidad que vale como cualquier otra. O como recuerda Espósito, los derechos humanos son del hombre en tanto hombre y no en tanto sujeto jurídico o ciudadano o consumidor, o palestino, o israelí. No se matan personas, pero tampoco se las deja morir. No se puede ser feliz sobre la desgracia del otro. No se puede idolatrar lo propio e invisibilizar lo ajeno. O se puede, pero a costa de abandonar la ética: tenemos un deber para con el otro cualquiera, pero más con el que sufre. Y hoy el que más sufre es el palestino. La debilidad exige que la puerta sea abierta por quien administra la llave y convoca a esa paz del desierto, donde no hay casas sino tiendas, y en las tiendas no hay puertas, sino hospitalidad. Una apertura donde no hay el propio y el extraño, donde todos somos extranjeros.
Por eso duele cada vez más. Duele cada muerto en el ataque a la flotilla y cada muerto del bloqueo a Gaza, como también duele cada muerto israelí de cada atentado terrorista y cohete que cae. Por eso duele que a Israel se le exija un comportamiento ejemplar, como si los judíos debiéramos rendir examen de buena conducta para justificar nuestra existencia. Y por eso mismo duele el discurso legitimatorio del gobierno de Israel sobre las acciones de violencia, tanto como su negación a avanzar en la construcción de un estado palestino.
Duele cada vez más. Hay duelo. Son días de vestiduras rasgadas.

* publicado en el diario Clarin, el 9 de junio del 2010 con el título "Las heridas de Oriente Medio"

martes, 25 de mayo de 2010

sobre el retorno de lo religioso

¿Hay un retorno de lo religioso?
Siempre recuerdo el discurso de Aristófanes en El Banquete de Platón, cuando explica la naturaleza del amor como la restauración de una armonía original. Hombres cortados en dos que se desviven por hallar su otra mitad y retornar a su condición previa y plena. Siempre supuse que el amor tenía algo de religioso, algo de búsqueda infinita por lo infinito; pero no me había detenido a pensar que podía tener algo que ver con el retorno. Uno ama lo que no tiene, agregará Sócrates páginas después, pero lo ama porque en algún sentido creyó haberlo tenido. O cree que es posible la plenitud. O cree que las carencias deben ser satisfechas. De algún modo, se suele leer el retorno de lo religioso como un regreso al pasado. Como si una supuesta paz primigenia se hubiera perdido con la modernidad. Como si la deriva del hombre moderno legitimara la superioridad del mundo tradicional. Está claro que en un mundo materialista, hiperconsumista y neoindividualista se produce un vaciamiento de sentido generalizado, y está claro también que se sigue creyendo que frente al vacío, la única opción es aferrarse a lo rígido; pero no podemos dejar de ver que la crisis actual es el final de todo un proceso que tiene su origen en las dogmáticas religiosas tradicionales para continuar con la prepotencia del mundo secular. Creer que el retorno del pasado a secas o el aferramiento a las grandes verdades absolutas resuelve el problema es como querer apagar el fuego con el mismo líquido que lo causó: el Dios que vuelve no puede ser el mismo Dios que desató la crisis. La aparente oposición entre la fe y la razón deja de lado el elemento en común que las identifica: tanto el creyente como el ateo están seguros de algo. La cuestión es repensar el valor de las certezas, y más que el valor, su precio. ¿Cuánto le ha costado a lo humano el absoluto?
Por ello, se puede pensar el retorno de lo religioso de un modo no dogmático, descargado de su valor de verdad absoluta. La condición finita del ser humano lo compele a continuar con su búsqueda infinita. Buscar es un motivo religioso primordial, en la medida en que nos asumimos en nuestras limitaciones. Religión puede ser etimológicamente religare, y por ello religarnos con el supuesto Creador, como puede ser también relegere, que en uno de sus sentidos puede llevar a la idea de una relectura incesante ante la ausencia de un sentido primordial. Tal vez el Dios que vuelva sea el que no pudo desplegarse: el Dios protagonista de nuestros relatos. Ese personaje al que acudimos en cualquiera de sus metáforas cuando la pregunta vence una vez más a toda respuesta. Esa nueva anestesia que por un tiempo calma, pero que al rato vuelve a impulsar un nuevo recorrido. Pensar al retorno como una resignificación permanente, como quien se relee a cada instante en busca de otros sentidos. Por eso es que no vuelven los dogmas ni las normativas férreas, e incluso estaría mal hablar de un regreso. No es que la religión retorne, sino que se ha liberado el campo para que los hombres nos redescribamos libremente. Creer en lo que uno quiera, o en lo que uno necesite, o en lo que uno pueda. Creer hoy, tal vez no mañana. Conocer las creencias de los otros, salirnos de las propias. Sobre Dios, creo que creo, como le gusta decir a Gianni Vattimo.
El retorno de la religión nos ha llevado a la religión como retorno, y sin embargo no se trata de un retorno lineal. En la tradición mesiánica, el fin de los tiempos no es el regreso a un pasado ideal, sino la consumación futura de las utopías que no se cumplieron. ¿Pero si el Mesías, en cualquiera de sus formulaciones, no fuese más que un personaje de este texto que llamamos la condición humana? Así como todo fundamentalismo no redime, sino que ratifica la crisis; tal vez este vacío de sentido pueda devenir en emancipación y fundar una ética: un mundo en el que nadie tenga la verdad, en donde yo también sea un otro, en el que la imperfección nos convoque a la transformación, en el que se lea la ausencia como continuidad de la búsqueda.
Sigo pensando que al final de la vida retornarán los actores de nuestras narrativas para mostrarnos sus máscaras.

* publicado en Clarín, el 9 de febrero de 2010 con el título "Dios no ha muerto, pero está cambiado"

alumno viene de alimento

Alumno viene de alimento. Viene de cría, viene de algún lado, sigue viniendo. La raíz es la misma que en adulto: viene creciendo. Adulto es el que ha crecido y alumno es movimiento, es tiempo, es proceso, es sin llegar a ser. Es lo que tiende, es lo que vive, es lo que busca. Hay una etimología popular que lo asocia con lo falto de iluminación. Pensarlo como ausencia de luz es pensar que la luz y la oscuridad son escindibles, separables, abismables; es pensar que los ojos no ven en la tinieblas. Toda etimología es interpretación, y sin embargo hay luz porque es oscuro. O hay luz incluso en lo oscuro. O por lo menos, hay mirada. Sócrates lo sabía cuando pensaba la docencia como mayéutica, como guía para un parto. Inducir al alumno, como en la labor de las parteras, a que encuentre su propio conocimiento. El saber no se extrae, no se coloca, no se acumula: el saber se inspira. Todos somos luz y oscuridad porque todos somos carentes. Y si, según Platón, el amor es la búsqueda de un faltante, entonces mientras haya falta, habrá amor. Nadie ama para llegar hasta algún lado. Solo nos despertamos a la mañana siguiente y seguimos amando. Nadie se alimenta para llegar hasta un punto final, sino que el alimento se renueva cada día. Otra vez la comida, otra vez la necesidad de encontrar, que se devela necesidad de buscar. No se trata de buscar para encontrar, sino de buscar por el valor mismo de la búsqueda. Es que si alumno proviniera de falto de luz o del que espera ser iluminado o del que cree poder iluminarse, de nuevo el conflicto se vuelve la lucha por el color del cielo. ¿Es celeste, es negro, es blanco, es transparente? ¿Quién lo pinta? ¿Qué luz? ¿Quién maneja la linterna? Así, nuestros rebaños, nuestros anónimos, nuestros números sin nombres, levantan la cabeza y pueden vencer a la oscuridad y fijar la mirada. Fijaciones, como obsesiones, como esos ídolos de piedra que Abraham destruía en el relato. Idolatrías que bien presentadas y bien seductoras y bien convincentes acomodan a los alumnos en su lugar común: alguien al que hay que taparle su carencia. Llenarlos de piedras, empacharlos de estrategias, inundarlos de técnicas. Taparlos, esconderlos, distraerlos. ¿Todavía no nos dimos cuenta que en un desierto, todo es recorrido? ¿Todavía nos empeñamos en priorizar la respuesta a la pregunta? ¿Todavía creemos que se puede alimentar a alguien hasta hacerlo reventar? En el desierto rige la ley de la hospitalidad: al otro siempre le abro la puerta. Solo el que cree que su casa es el mundo, se encierra y excluye la perspectiva del otro. Tocan la puerta. El alumno pide comida. Puedo no abrirle y que se la rebusque. Puedo obligarlo a comer lo que yo como, aunque le haga mal. Puedo prestarle las instalaciones para que se cocine lo que quiera. Y compartir sus olores, sus sabores, sus texturas, que junto con las propias, se realzan, se mixturan, se profundizan. Se humanizan. Nadie se alimenta de modo definitivo porque saciarse es efímero, porque lo humano es efímero. Es casi como creer que detrás de las máscaras se esconde algún rostro, y no entrever que detrás de las máscaras no hay más que máscaras. Así llamaban a la resonancia que se escuchaba tras las máscaras con que se cubrían los actores de teatro: personas. Persona significa máscara, significa actor, significa carácter. Persona significa hombre. Significa duda, significa abierto, significa intento. Una máscara no es una apariencia; o en todo caso, la peor apariencia es no ver que nuestro rostro es una máscara; o en todo caso, la apariencia más efectiva es la que se impone como rostro. Rostro solo tiene la verdad, pero como decía Kafka de la felicidad: no es para nosotros. Si el único sabio es el dios, pensaba Sócrates, yo solo se que no se nada. Si ante la pregunta del nombre, la respuesta es “seré lo que seré”, Moisés entiende. La meta es el camino. Inspirar personas, como quien solo pretende que el otro se asuma como otro. Formar personas, como quien entrega para que el otro haga de la entrega una vocación. Educar personas, como quien entiende que los rostros están hechos de piedra porque hablan el lenguaje de lo que no puede ser de otra manera. Una persona es un plexo de valores, una apuesta de derechos, una voluntad de obligaciones. Una persona es una ética, que viene de costumbre, que viene de hogar. Cuando un alumno se hace persona, se hace hombre, se hace mujer, se hace otro. Se hace posible lo imposible, o lo que es lo mismo, se hace de lo imposible un valor. Allí, donde anida lo imposible, allí es posible. En cada cabeza que se mueve, en cada cerebro que se abre, en cada mente que razona, en cada alma que se conmueve.